Mi Manolito... que ricura de muchacho. Era algo torpe y un tanto zafio... pero relamía que daba gusto verlo al niño.
No sé porque me enamore de él, supongo que porque me hacía reír... pero recuerdo perfectamente porque lo dejamos: Po
r sus gafas.
Manolito era muy metódico, el más metódico de cuantos he conocido; no sé si por esa razón lo suyo era pura técnica convertida en arte, pero lo cierto es que, cuando se encerraba entre mis muslos... el cielo desaparecía entre mis piernas, para construir allí un nuevo paraíso.
A Manolito le encantaba verme desnuda, le gustaba verme danzar ritmos que encadenaban mis caderas con mi cintura en contoneos que a sus ojos resultaban hasta místicos, le excitaba el vaivén rítmico de mis pechos, ese dulce gondoleo en todas direcciones. Siempre me decía “Baila para mí nena”
Yo, siempre obediente y sumisa hasta la saciedad, iba deshaciendo los nudos, los corchetes, las cremalleras que anudaban mi cuerpo, eso sí, despacito, muy despacito, para que no se perdiera detalle, y de puntillas, agitar mis pechos, apretarlos entre mis brazos, ofrecérselos cual apetitosos manjares en bandeja canela, sacudirlos... y pompear... le pirraba que de espaldas, t
ocara con mis dedos la punta de los pies, y le ofreciera oronda mis calladas virtudes, entonces si que a Manolito no había quien lo frenara, hasta se le desorbitaban los ojos detrás de sus gafas de culo de botella.
Entonces era cuando Manolito sacaba lo mejor de sí... y también lo peor.
Era capaz de colarse entre mis piernas abiertas y allí mismo empezar a hundirse en mis entrañas. Su lengua, que nunca vi pero debía ser increíblemente larga, alcanzaba de un suave lametón a recorrer, cual zarpazo, desde el centro mismo de mis posaderas hasta mi clítoris carmesí, me recorría inventando ángulos que yo desconocía, sujetándome con sus manos las nalgas, prietas, bien prietas, para que ni uno solo de mis cimbreos le hiciera perder la compostura, y allí abajo, protegido por las dos columnas que mis piernas le ofrecían, investigaba, diluía su saliva entre mi flujo, cada vez más abundante, de las paredes de
mis labios arrancaba sacudidas que repartía por igual, succionaba con fervor el pequeño tesoro escondido entre mis pliegues hasta hacerlo crecer a dimensiones desconocidas, ahondaba hasta lo más profundo de mis entrañas, penetrando con una firmeza increíble para una lengua gelatinosa y escurridiza, que tan pronto se encontraba en mi vagina cómo en mi culo... pero entonces, tal vez no en la primera sacudida, no en ese anuncio de orgasmo, cuando todo tu cuerpo es sensible y tembloroso, cuando a la piel electrizada le basta un simple roce... entonces sus gafas se clavaban en alguno de esos puntos que él llamaba “místicos”
- ¡ Manolito hijo! ¡Quítate las gafas!
- Es que entonces no veo bien.
- Manolito... si te lo debes conocer de memoria.
- Ya pero es que entonces me pierdo detalle... y no lo disfruto igual – y me miraba desde ese ángulo imposible, plegado a mis pies, su carita rechoncha con las gafas descompuestas y empañadas... y me entraba un no sé qué por el cuerpo.
Y claro... cuando una cosa se corta... tal cual la mayonesa, es muy difícil volverla a poner al punto.
Y Manolito nunca quiso desprenderse de sus gafas – Faltaría más – me decía siempre – iba yo a perderme detalle de tus maravillas y de la eclosión maravillosa de tus orgasmos. Y eso que yo insistí en explicarle,
una y cien veces, con paciencia y hasta la saciedad que, con aquellas dichosas gafas clavándose en mis partes, era talmente imposible que llegase a tener un orgasmo.