viernes, 24 de octubre de 2008

MARGARITAS EN EL ALFEIZAR




Hacia mucho tiempo que Lucia vestía de riguroso negro. Le habían dicho que el luto se lleva por dentro pero lo cierto fue que a ella le apeteció llevarlo entero, en el alma y en el cuerpo, y al final se había acostumbrado a sus faldas negras por debajo de la rodilla, a sus jerséis con cuello de cisne de un negro noche, a recoger su larga cabellera en una coleta, prieta y estirada sobre las sienes; si, tal vez debiera cortarse el pelo pero ni tan siquiera el simple habito de ir a la peluquería le había recorrido las entrañas.

Era un pueblo chiquito y al final todos se habían acostumbrado a verla así. Al principio muchos se mofaron (después de compadecerse de ella por supuesto) y Lucia había recibido apodos múltiples cómo el de viuda eterna o Doña Moños, pero ahora pareciera que todos veían en su indumentaria a Lucia, un completo, no a la joven viuda. Justamente ahora que a ella ya le resultaba indiferente todo excepto el dolor y la ausencia arraigada en su alma marchita.

Había empezado a colaborar en la parroquia los martes y los jueves, limpiando después de misa, como era lo único que encontraba con sentido termino por acudir a limpiar todos los días, después de misa y a las nueve, antes de cerrar, a mantener largas conversaciones con Don Matías, el cura del pueblo, a colaborar en las recolectas, en la recogida de alimentos... en cualquier cosa que llenara sus horas vacías.

Lucia se levantaba temprano, a las seis ya no podía resistir más el lecho ausente. Cargaba su desarraigado cuerpo con la mortaja invisible que arrastraba desde hacía cinco años y con poco más se dirigía a la Iglesia.

Don Matías le dijo aquella mañana de lunes de septiembre mortecino.

- Buenos días Lucia, tengo que darte una buena noticia – y le sonrió con esa benevolencia que los hombres de bien tienen en sus gestos.

- Dígame Don Matías – a pesar del tiempo y la confianza, a pesar del tuteo insistente del párroco, Lucia continuaba manteniendo ese trato distante.

- A partir de mañana tendrás un ayudante en todos tus desvelos. Como bien sabes Lucia yo ya tengo algunos achaques a causa de la edad, y me temo que pronto dejare de ser útil a la comunidad.

- No diga eso Don Matías

- Chiquilla, no me seas condescendiente. Mañana llegará un seminarista para continuar su formación, estará con nosotros unos tres meses y nos ayudará en todas las tareas propias. Es posible que acabe siendo mi sustituto cuando mis manos ya no den para más misas.

- No se preocupe Don Matías, no se preocupe ya más... vamos a preparar la misa.

Juan, el seminarista, llegó aquel martes a las diez de la mañana. Entro en la parroquia por la puerta grande y en el corazón de Lucia por la de atrás. A veces sucede que, sin querer, dos cuerpos chocan y algo entre los dos estalla en el aire.

Don Matías no estaba a esas horas en la parroquia, justo acababa de terminar la misa y había ido a recostarse un rato, pues hacía tiempo que no andaba bien de salud. Lucia estaba limpiando y ordenando un poco los bancos.

- Buenos días – saludo algo tímido - disculpe que la moleste, busco a Don Matías, el párroco.


- Buenos días – Lucia contempló a aquel joven vestido con un sencillo jersey y unos téjanos, de aspecto cuidado y rasgos delicados, algo aniñados, pero firmes y a punto estuvo de trastabillar consigo misma al levantarse de debajo del banco donde estaba recogiendo.

- Perdone... ¿Qué preguntó? – le increpo Lucia mientras organizaba el desaguisado de su falda y se recogía algunos mechones que rebeldes escapaban de su encierro.

- ¿Le asuste? ¿Le incomode? Lo siento – Juan tartamudeaba, sorprendido ante aquel rostro de trazos perfectos, sin desdibujar, sin maquillaje, y unos preciosos ojos almendrados de color avellana que eran, sin lugar a dudas, los más limpios que recordaba haber mirado nunca – buscaba a Don Matías.

- Si – Lucia agachó la cabeza al darse cuenta de que, sin poder evitarlo, sus ojos le reclamaban con demasiada insistencia atención sobre aquel rostro – enseguida voy a buscarlo, esta descansando.

Y se alejó sintiendo la mirada de aquel desconocido sobre su nuca, fija e imperturbable, mientras un ligero escalofrió le recorría el cuerpo y ella lo sacudía, lo empujaba y lo ahuyentaba.

Juan y Lucia empezaron a trabajar casi codo con codo, eran constantes los cruces de miradas y los encontronazos de los cuerpos, muchas veces sin quererlo, otras muchas pretendidos, pero ambos hacían caso omiso a los designeos de sus cuerpos, a sus manos que buscaban el instante dorado de encontrarse moviendo un banco, sus miradas que hambrientas se devoraban durante el curso de la misa, sus cuerpos que se rozaban al repasar juntos los cirios apagados.

Las conversaciones entre ambos nunca pasaban de ser corteses, rotundas y alejadas. No se decían más que aquello que tenían que decirse porque a ambos les temblaba la voz cuando se encontraban frente a frente sin ninguna excusa que propiciara el encuentro.

Pero Lucia no podía mantener oculto lo que sentía, como le temblaba el cuerpo cada vez que sentía su presencia, cómo una sensación cálida invadía un estéril vientre cada vez que sus manos se rozaban, como el sudor resbalaba por su nuca hambrienta cuando ambos se encontraban entre el calor sofocante de los cirios encendidos. Estaba mal, se repetía a sí misma una y otra vez, aquello que sentía era pecado, no podía ser, estaba prohibido... y esos eran, sin saberlo, los pensamientos que les unía a ambos. La sensación perpetua del incorrecto, del castigo y del pecado que a ambos les inundaba cada vez que estaban cerca.

Puede que el tormento que sufrían sus mentes incentivara el ardor que invadía sus cuerpos, puede que el roce continuo afianzara las urgentes y hambrientas peticiones de sus entretelas, tal vez el deleite de tocarse sabiendo que nunca llegarían más allá, que jamás averiguarían a que sabía su piel... seguro que eso fue lo que les iba arrastrando cada vez más y más hacía un final que, sin querer queriendo ambos pretendían.

Meses de lánguido desamor sin amor, de perpetuos acercamientos sin proximidad, de incansables choques derretidos entre el olor a incienso y el vapor de las velas ardiendo.

Don Matías se encontraba en una situación cada vez más precaria y el momento de que Juan asumiera sus labores y pasara a ser, Don Juan el párroco, era cada vez más cercano. Lucia lo sabía y esa certeza hacía que afianzara aún más su decisión de alejarse de él. Hacía mucho que Lucia no se sentía mujer... y algo dentro de ella le decía que quería seguir sin sentir nada... el vacío era lo más parecido a ser feliz que encontraba.

Diciembre había entrado en sus vidas gélido y avasallador, con todo el temperamento propio de un mes que finaliza el año, que se sabe importante por ser el último y el primero... y ahondando en sus corazones con esa sensación de fatalidad, de final, de culminación definitiva... de despedida.

Una tarde de domingo, Don Matías había salido a visitar a algunos enfermos. Juan y Lucia estaban en la vicaria, él se encontraba en el despacho ordenando papeles diversos y ella estaba limpiando el gran aparador donde el bueno de Don Matías atesoraba algunas pequeñas reliquias. Puede que la casualidad, la fatalidad o el caprichoso y malcriado destino se aliará con ella y los goznes que sujetaban el aparador a la pared de yeso desgastado cedieron y el mueble con un crujido aterrador se venció sobre Lucia amenazador. Juan salto del asiento en dirección a ella y ambos sujetaron el mueble, empujándolo hasta volver a colocarlo en posición. Ahora descansaban entre gemidos sofocados, Lucia sobre el mueble y Juan sobre la espalda de Lucia. El contacto de todas las fibras del cuerpo de ambos, como aquella primera vez en que se cruzaron sus miradas, disparó un resorte oculto esperando a saltar desde su escondrijo.

Juan resoplaba sobre su nuca, embriagándose del olor de ella, absorbiendo ese aroma fresco y natural a mujer que tan familiar se le había hecho. Ella devoraba ávida los aleteos cálidos del hombre sobre su oído mientras notaba descender corrientes en tibias oleadas hasta sus muslos.

Juan besó el cuello perlado de sudor en un impulso... impulso que desabotonó los corchetes prietos apostillados en sus entrañas. Lucia muda se quedó prieta ahogando un sollozo que amenazaba su garganta.

Él la tomo por los brazos aún levantados sobre el mueble y la enfrentó a sus ojos, contemplando una lágrima resbalar lenta por aquellos ojos melosos. Besó aquella lágrima con dulzura infinita.

Sus bocas se encontraron sin remedio, devorándose inexpertas, él por no haberlo aprendido nunca, ella por haberlo olvidado hace tiempo.

Unas manos se buscaban, sus manos encontradas tantas veces en un quemador candente se encontraban ahora palpando ansiosas la ropa, buscando entresijos para devorarse, intentando encontrar el camino hasta el cielo de sus cuerpos, para rozar la piel suave como ambrosía para sus almas.

No hubo palabras, tan sólo silencios... silencios largos cubiertos con besos y caricias turgentes que evaporaban poco a poco la ropa hasta quedarse desnudos por primera vez el uno frente al otro.

Allí, empujada y arrinconada contra aquel aparador, Lucia se dejo invadir por una lengua, por unas manos inexpertas que arrancaban gemidos de placer de sus pechos aún tersos, que ondulaban sobre su vientre prematuramente abandonado, que se enredaban en su pubis extrañamente hambriento hasta terminar ahogándose en la humedad que invadía su sexo. Rozando una locura extraña que ya no recordaba Lucia arqueo su espalda y entreabrió sus muslos creyendo explotar en el intento.

Juan necesitaba tanto aquel cuerpo, sentía tanta necesidad de aquella mujer, tanta hambre atesorada durante meses que nada era suficiente, que no quería perderse ningún detalle de aquel cuerpo adorado en silencio, imaginado en noches reverberantes y oscuras, y sin prestarle atención a la incipiente urgencia que reclamaba su entrepierna se arrodilló ante la mujer que sentía que amaba para beberse todos los efluvios que, como agua bendita, aquel cuerpo emanara para él.

Lucia crucificada sobre el aparador recibió los agasajos y atenciones prodigados hasta que estalló en un grito brusco y certero el final que era principio.

En el suelo de aquel despacho, sobre la fría loza, volvieron a enredar sus cuerpos hambrientos, a cruzarse sus brazos y sus piernas en un abrazo infinito de ternura, en lazos que deambulaban por los recovecos del placer arrancando gemidos extasiados, arrinconados entre la piel y el alma.

Juan y Lucia hicieron el amor hasta que no les quedaron fuerzas, hasta que la oscuridad invadió la ventana y se cernió sobre sus cuerpos desnudos, dos cuerpos que se habían amado y que aún sentían necesidad de más.

A la mañana siguiente Juan abandono el pueblo. Había pecado, había abandonado el camino de Dios... o tal vez lo había emprendido de nuevo, de un modo distinto y diferente, pero lleno igualmente de amor.

Lucia volvió a su ausente habitación para llenarla de nuevo, con margaritas blancas que colocó en las ventas y deshojo en el lecho, para sentirse y encontrarse de nuevo sola, pero de nuevo feliz y llena.


viernes, 17 de octubre de 2008

RETAHÍLA DE AMANTES III









RICARDO CORAZÓN DE TACÓN

Ricardo, entre sus múltiples cualidades (de las cuales cabe destacar el tamaño de su miembro) era además un coleccionador nato, como trofeos de deportes (los que practicaba con ahínco) o fetiches eróticos (que también se esforzaba en practicar, con vehemencia y regularidad)

Evidentemente la razón por la que empecé a salir con él es bastante clara, sus enormes y abundantes atributos... la razón por la que terminamos es porque o abandonamos nuestras practicas sexuales o yo me sumía en la más profunda ruina económica.

Fan de los tacones vertiginosos y los zapatos de escándalo, su fanatismo llegaba al punto de que, jamás, bajo ninguna circunstancia, podía desprenderme de los zapatos.

Ricardo y yo, en la cama, sucumbíamos al apetito voraz de nuestros cuerpos, me excitaba verlo pasear desnudo por la habitación, con su virilidad enorme danzando al aire cual péndulo de mis horas, un báculo increíble que mecía con gracia y desparpajo... a cambio su única exigencia para satisfacer mis más secretos deseos era que permaneciese con los zapatos puestos... como en aquella famosa película “Murieron con las botas puestas”, mi fin estaba predestinado igual que el de sus protagonistas.

Eso, a la larga, limita mucho tus posibilidades de movilidad, tu variedad de posturas, el juego de los movimientos. Por supuesto, extendida en el lecho apenas resultaban molestos... pero si quería rodearle con mis piernas, para sentir la presión de su verga imponente en el fondo de mis entrañas...

- ¡Joder cariño! Que me clavas el tacón en los riñones.
Tampoco resultaba fácil montarle, cuando los dichosos tacones no se enganchaban en las sabanas y se enredaban en mis tobillos, le arañaban las piernas con las consecuentes quejas por su parte.
- Ricardo cariño, me quito los zapatos y listos.
- No, no, no... eso no por favor... – y si alguna vez, atrevida e insolente, se me había ocurrido desobedecer esa petición, su hermoso aparato descendía aparatosamente hasta convertirse en el apéndice más minúsculo que jamás había visto.

Lo peor de Ricardo no eran las posturas imposibles, a las que tarde o temprano una acaba acostumbrándose. Tampoco el hecho de que, en ciertos momentos, una tuviera que estar controlando donde ponía o dejaba de poner una pierna (que en el sexo, eso de usar la cabeza, le quita mucho encanto, os lo digo yo) Lo peor de todo era que, cada vez que Ricardo y yo hacíamos el amor, él tenía que llevarse a casa los zapatos que llevara puestos en aquella ocasión.

Y espero que me entendáis porque, una esta dispuesta a hacer muchos esfuerzos por una relación sexual satisfactoria, por hacer feliz al hombre que vagabundea entre sus piernas... pero a llegar a arruinarse por tener que comprarse unos zapatos nuevos cada vez que pega un polvo, por muy bueno que este sea... ¡A esos extremos ni loca!.

jueves, 16 de octubre de 2008

SUE44

Tiene nombre de alunizaje. De nave pionera que se lanza a la aventura desconocida de conquistar una nueva galaxia. En realidad, yo creo que lo ha conseguido, que ha establecido conexión y ha conquistado un universo.

Vivimos cada día nuestras pequeñas tragedias, que son justamente eso, nuestras y tragedias.

Pero, a veces, tenemos la suerte de poder ser espectadores, a través de una ventana abierta, de la vida de otra persona y de otras luchas que no sean las nuestras.

Eso, no hace que las nuestras desaparezcan, que sean más pequeñas o menos importantes, pero podemos tener la suerte de ver otra manera de salvar los escollos saltando mientras miras al frente y pones una sonrisa aunque tus espinillas estén llenas de moretones, otra perspectiva, una posibilidad de vadear la corriente sin dejarse arrastrar por el gris y hundirte en un torrente asfixiante.

Vive con un cáncer. Lo más importante es justo eso, que vive, no a pesar de o por encima de.... vive con él y lo hace así, fácil y simple.

Cuando dice que está bien, me sorprendo pensando si alguna vez, esta increíble mujer, ha llegado a estar mal para poder decir que ahora no lo esta. Parece como si el dolor y el sufrimiento no pudieran rozarle, como si fuese imposible que en algún momento se haya dejado hundir por el desespero o vencer por la tristeza.


Su pensamiento positivo cobra en ella mucha más fuerza de lo que jamás creí, más de la que siento tienen mis palabras. Yo, que amo la vida por encima de tantas cosas y qué escojo vivirla en positivo, a mí que no me da la gana vestirme de duelo por haber vivido... todo se me queda pequeño e incluso estúpido a su lado, porque al final, lo mío no son más que palabras y lo suyo, una vida con un plus de positivo que ha de reponer día tras día.

Sus palabras, su historia, estan en el bolo de la Mila. Es suya, no voy a robárselas, pero si le tomo prestado, cada día, un poquito de esa alegría y esa energía que regala de forma tremendamente generosa, como lo hace quien cree que no tiene nada que ofrecer, quien no es consciente de lo especial y esencial que está dando. Se le escurre, la vida se le desliza en cada golpe de teclado y, algunos, nos la bebemos con ella en un brindis silencioso, sin que ella sepa siquiera que nos ha invitado.

Hace un segundo me han dicho que Dana, mi Dana, no tiene un tumor. Sólo se hace vieja con achaques propios de su raza, lo cual, es inevitable. Pásame la mantequilla, que decían en la película. :)


miércoles, 8 de octubre de 2008

IMPOSIBLES









- Si me alejo de ti, moriré.
- Si no te vas, me mataras.

lunes, 6 de octubre de 2008

DE BLANCO



Después de diez años, en los que a pesar de la unión habían permanecido alejados, diez años en los que aquella distancia impuesta no había conseguido separarlos, una brecha del destino disfrazada de casualidad, les ofrecía una remota posibilidad, una pequeña oportunidad brillando en la sala de espera de un aeropuerto. El tiempo no les había cambiado demasiado, sin embargo, ella sentía que su corazón permanecía anclado en un punto indeterminado de ese pasado, cuando él le pidió que se casara con ella y ella le susurró canciones de amor al oído. Sentía que, o lo recuperaba entonces o lo perdería para siempre.

La empresa debía firmar unos contratos con un importante cliente en Cádiz y, sin pensarlo, se ofreció para gestionarlo. Él prometió encontrar la manera de recogerla en el aeropuerto y tomar, al menos, unas copas juntos.

Vestía de blanco, como siempre imaginaron que sería y él estaría allí, parapetado tras unas gafas de sol, como siempre supuso que le esperaría.

- Estas más flaca.
- Y tú más calvo, no te jode.

Rieron, deshaciendo toda la tensión del momento con esas sencillas carcajadas.

- Empecemos de nuevo. Deberías haberme dicho que estoy preciosa.
- Es qué ESTAS preciosa – aseguró él.

Ella le abrazó entonces, con toda la ternura que la intensidad del momento le permitía. Hundió su cabeza en el cuello de él y se quedo allí unos instantes, luchando por ahogar las lágrimas que brillaban en sus ojos verdes, mientras se emborrachaba de ese olor que creía conocer y, sin embargo, era nuevo.

Al separarse, le beso en los labios. Fue un suave roce, un fugaz encuentro de dos bocas, labios contra labios, pero se había prometido así misma que no lo iba a hacer.

- Lo siento. No volverá a pasar... yo...

Pero no tuvo tiempo de continuar su disculpa, porque él la atrajo hacia si mismo y apretándola con fuerza se hundió entre sus labios, con una lengua hambrienta que buscaba delicias nuevas ocultas tras aquellos labios rojos. Un beso largo, en el que los cuerpos ahuyentan las distancias y las bocas se encargan de contar los latidos del corazón.

- Lo siento, no volverá a pasar – le sonrió él al separarse – y sécate esas lágrimas, princesa.

En el coche, todo volvió a ser como siempre había sido. Las palabras fluían fáciles, como las risas, como las miradas cómplices que siempre supieron que se regalarían. Fue en el bar del hotel donde tomaron esa copa que se habían prometido. Ella, intentaba contener los gestos de cariño, se esforzaba en no estirar los brazos y acariciar su mejilla, en resbalar por la comisura de sus labios o apoyar el peso de su cuerpo sobre aquellos hombros... pero a ratos, la conversación discurría mientras sus dedos se entrelazaban y sus manos hablaban en un universo aparte, ajenas a todo, de ternura y deseos, dibujándose las promesas que en silencio se hacían, sin percatarse de la corriente que fluía entre aquellos dedos que se acariciaban las almas pero, sobretodo, la piel.

La tarde cedía paso a la noche perezosa y ella esperaba que en cualquier momento él se levantara anunciando esa temida despedida. Pero ese momento no llegaba, y si llegaron las tapas para cenar, allí mismo, sin moverse, resistiendo abandonar el encuentro que les mantenía frente a frente, mirándose, por primera vez, a los ojos. Aunque todo lo demás fuese viejo, aunque las sensaciones fuesen familiares, el cosquilleo en el estomago el mismo y la calidez de las voces no hubiese cambiado, esa era su primera vez.

- Debería registrarme en el Hotel, no me gustaría perder la habitación.
- Te acompaño.

De una forma automática, en un estado de semi-inconsciencia, entraron en el Hotel y después de registrarse subieron juntos a la habitación. Ninguno lo había pedido, ninguno se había negado, sencillamente, estaba sucediendo, aún cuando seguramente los dos se habían prometido que no rebasarían ciertos limites.

Compartían ascensor en silencio por primera vez desde que ella aterrizó. Con las pieles rozándose, con el olor de sus cuerpos inundándoles, asfixiándolos, quemándoles de deseo.

La cordura duró el tiempo justo que tardó en cerrarse la puerta de la habitación.

Se buscaron, chocando el uno contra el otro, con el deseo acumulado durante años, sin freno, arrancándose jirones de piel con cada beso, los sexos húmedos frotándose contra la ropa, ávidos por devorarse, las manos sin tiempo para cubrir espacios, para superar distancias. Se oprimían, se asfixiaban el uno en brazos del otro, urgentes y locos, desprovistos de recuerdos y anhelantes de promesas.

Con violencia, sobre la pared, él la penetró y en un instante se derrumbaron, cubierto un primer asalto de derroches, a horcajadas del deseo y la lujuria. Sólo sexo. Sólo hambre. Sólo eso. Con la ropa todavía puesta, la respiración agitada y el pulso acelerado, él asió su barbilla obligándole a enfrentar sus ojos.

- Volveré en cuanto se haya dormido.
- No pienso irme a ninguna parte – le sonrió

Y antes de irse, mordió sus labios, como si quisiera llevarse un pedazo de ella consigo.

Después, hicieron el amor por primera vez. Muy despacio. Descubriendo todo lo que ya conocían, sintiendo el sabor de esa piel que tanto tiempo habían imaginado, deslizando las caricias para averiguar si los puntos eran exactamente los que se había anunciado. Sorprendiéndose del tacto y el olor de aquello que creían saber y que les sorprendía como a dos desconocidos.

Lentamente, mirándose a los ojos, las bocas desgranaban besos húmedos y llenos entre los pliegues delicados para volver a buscarse con los ojos y hundirse de nuevo en la carne.

Sin tregua, los dedos rozaban exquisitas partículas del cuerpo, recorrían la comisura de los labios perfilando una sonrisa en la penumbra, la curva aterciopelada del pecho o el hueco cóncavo de la clavícula. Todos esos lugares eran espacios extraños que creían saber de memoria y que, en ese instante, con los ojos cerrados, parecían rememorar con la paciencia de un artesano orfebre, con la delicadeza de quien se sabe poseedor de un preciado tesoro.

No había prisa porque, aunque sólo tuvieran esa noche, se merecían todo el tiempo del mundo para encontrarse esa única vez.

El amanecer les sorprendió dormidos, los cuerpos abrazados, las piernas entrelazadas, la boca de él sobre un lunar en la espalda de ella, seguramente jurando que no iba a dormirse para no desperdiciar aquel instante mágico, mientras contaba uno a uno los lunares repartidos por la geografía de su cuerpo.


Hay oportunidades que sólo pasan una vez en la vida, y te afierras a ellas como a un tren en marcha, sabiendo que en la próxima parada deberás abandonar el viaje, y jamás volverás a atravesar ese cruce en el camino.