sábado, 27 de noviembre de 2010

PRINCIPES AZULES



‘Los príncipes azules destiñen’, aparecía en un panel de la Ruleta de la Fortuna.


‘Y las dulces princesitas se agrían, no te fastidia’ Pensé yo.


Miré de reojo a mi marido, sentado en la otra punta del sofá. El bueno de Miguel... llevábamos veinticinco años casados y la verdad, desteñir lo que se dice desteñir, no se había desteñido.


Vale, a lo mejor su azul ya no es tan intenso, pero siempre ha sido el príncipe azul con el que yo soñé.


Le contemplo callado, concentrado en el televisor. Nos gusta mucho ese concurso e intercambiamos opiniones sobre si los concursantes acertarán o no, e incluso jugamos a tratar de adivinarlo nosotros.


Miguel se ha portado muy bien durante todos estos años. No me puedo quejar. Me comprende y me escucha, asintiendo cuando lo necesito. Nunca protesta, aunque a veces se me quemen las lentejas, él, más callado que un santo se las come sin rechistar.


Es cierto que a veces se enfada, si estoy demasiado tiempo fuera de casa. Pero a mí no me molesta. Todo lo contrario, trato de salir lo menos posible y de volver en seguida a casa para estar juntitos. Ahora ya casi nunca salimos.


Antes sí. Antes salíamos mucho. De novios íbamos al baile todos los viernes y los sábados y algún domingo me llevaba al cine.

Luego, cuando nos casamos, ya no salíamos de noche, aunque todavía íbamos al cine algún domingo. Pero no me importaba porque estábamos juntos.


Luego, me aburría un poco de todos los días lo mismo, pero Miguel siempre me decía que su mujer era para él, que no iba a sacarme de fiesta para que otro, un cualquiera, mirara lo bonita que soy, que era suya, sólo suya. Y yo le sonreía, le besaba y le decía ‘Sí Miguel, tuya, sólo para ti’


Como nunca tuvimos hijos somos nuestra única compañía. Siempre ha sido así, los dos juntos y solitos.


Bueno, siempre no. Recuerdo cuando a Miguel le ascendieron en la oficina. Pobrecito, le mandaban tanto trabajo que siempre llegaba tardísimo a casa y apenas nos veíamos. Ya no me besaba con tanta frecuencia ni hacíamos ‘eso’ casi ninguna noche. Luego cuando llegaba el fin de semana estaba tan cansado que se lo pasaba de mal humor, irritable, constantemente parecía que estuviese enfadado conmigo. Entonces volvieron a ascenderle, claro, con tanto trabajo y lo bueno que era, no me extraña que le quisieran ascender. Pero claro, un ascenso significaba más trabajo.


Miguel me lo explicó muy bien, muy despacito... me trataba siempre con tanta ternura, como si yo fuera una niña pequeñita que no entendía lo que le decían. Me dijo que tendría que quedarse a trabajar en la oficina los sábados. Incluso a veces llegaba tardísimo porque alguna reunión se había complicado a última hora y se pasaba el día fuera. Hasta que llegaron los congresos, los fines de semana de viajes y ausencias imprevistas.


Empezaba a sentirme muy sola, y me daba cuenta de que tenía que hacer algo para que volviésemos a estar juntos todo el tiempo. Miguel y yo, los dos solitos en casa. Además, las pocas veces que estaba en casa siempre estaba enfadado conmigo. Debía hacer algo importante y definitivo con nuestras vidas. Algo que no le apartara de mi lado ya nunca más.


Y lo hice, vaya si lo hice.


Pero eso fue hace mucho tiempo. Y míranos ahora, los dos solitos, tan a gusto en el sofá viendo la tele.


Aunque la verdad, ahora que lo miraba, un poquito desteñido sí que estaba el bueno de Miguel.


Mañana iría un momento a la ferretería y compraría un poco de esmalte azul. Y algo de barniz, de ese insecticida y funguicida para exteriores, parece que tiene un rasguño cerca de la nariz... seguramente le arañe sin querer al darle el beso de buenas noches el otro día.


Sí, ya lo sé mi vida. No te gusta que me vaya y quedarte sólo... pero será sólo un ratito, volveré en seguida y estaremos otra vez juntos. Como siempre. Para siempre.


lunes, 22 de noviembre de 2010

AJITO AL BUEN POLVO



Abrí el congelador y como un fakir bucee por los cajones del olvido insensible al frío destierro que anidaba en el ambiente, removí un poco. Menudo desaguisado, estaba todo sin mangas ni hombros... debería ponerme manos al disparate pero me daba una pereza arraigada. Cogí el supuesto tres delicias ascendido a cinco que mantenía la categoría insípida que su predecesor y cerré con facilidad pasmosa el aburrido cajón.

- Cariño ¿ Hay pan para la cena? – pregunté desde mi aletargado desierto.
- Sí, hay pan de ayer.

De ayer, raído, gastado, duro y lleno de sinsabores... como tus besos, de ayer, porque hoy ya no quedan ni las migajas para roer - pensé sin pensar con ensayada costumbre, mientras arañaba una costra de familiar abandono en mi piel.

Puse el aceite a calentar, sabiendo que no hay más cera que la que arde y de esa, hacía tiempo que no quedaba en mis bolsillos. Mientras fui a preparar la mesa, sin discrepancias incomodas con los cubiertos, con tradición rutinaria bien acomodada como si de un ritual extenuantemente ensayado se tratará, plegando cada esquina de las servilletas con esmero descuidado para asegurar que no se colará la suciedad, ni nada más, en el deshabilitado interior.

Vertí el contenido del sobre en la sartén pegada de desatinos y abrí el estante de las especies buscando algo con lo que sazonar, sin desatender el tedio de remover, como si al agitar aún pudiera sacar algún elixir que reavivará el paladar.

No había sal, se había acabado la pimienta y no quedaba ni un comino para importarme. No podía ser. Tenía que haber algo. Llevaba años aquí instalada, en algún rincón, por fuerza debería quedar algún rescoldo del que tirar. Trate de encontrarme alguna costura dispuesta a estremecerse y sacudí bien los entresijos más al fondo, un poco más a la izquierda y encontré un poco de ajo, restos amarillentos que, pese a todo, aún conservaban algo de aroma.

Eso serviría. Eran unas minúsculas partículas brillantes, casi invisibles, confundidas con el vacío inmaculado del armario.

Espolvoree y ¡Voilá! Se produjo la sacudida explosión anhelada, fueron los mejores polvos que me había echado encima en mucho tiempo.

Oye, como te lo cuento te lo digo.

Y es lo que tiene el ajo, que pica. Y si pica, te rascas. Además, ya se sabe que el rascar y el... todo es empezar.

O sea, que pon un poco de ajo en tu vida.


jueves, 18 de noviembre de 2010

EL TOQUE





- Ay! Juan Luís… estoy muy preocupada.
- A ver, ¿ Que te ha pasado ahooora?
- Que disgusto Juan Luís. Que disgusto llevo.
- Pero mujer, me vas a decir que te ha pasado.
- Ay Juan Luís, que he perdido el toque.
- ¿ Pero qué toque? ¿ De qué toque estas hablando?
- Pues que toque va a ser hombre! Pues el toque, el toque, el puntito.
- ¡ Coño, que no te entiendo! Qué puntito ni que niño muerto.
- Desde luego Juan Luís, pareces tonto. Con el disgusto que llevo, a punto estoy de ponerme a llorar y tú tomándotelo a guasa.
- Qué no es eso, mujer… Venga ¿Qué puntito has perdido?
- Pues el toque, el puntito ese para hacerlo que te guste, que te quedes satisfecho y con esa sonrisa de oreja a oreja que me pones.
- Hombre mi amor… yo…. no sé.
- ¿ A qué sí? ¿A que yo la habías notado?
- Pues yo…
- Dilo Juan Luís, dilo sin miedo. Anda, dime que no te gusta como lo hago.
- Pero mujer, no te pongas así. No llores, no llores por favor que no es para tanto.
- Pero es que no me lo quieres decir. Y estas cosas tenemos que hablarlas. Si no te gusta es mejor que lo digas para que no lo haga más.
- ¡No!... que no, que no es para tanto.
- ¡Ah, pero algo ahí!
- Yo… yo… pero es que eso es normal mujer. Con el tiempo nada es como el primer día.
- Pero yo lo tenía… snif.… yo tenía ese feeling… snif.
- Adela, corazón… que no pasa nada. De verdad. Es cuestión de ponerle ilusión y ganas, no de echarlo todo a perder.
- ¡ Qué no! Que yo sé que nunca nada va a ser como antes… que no me vas a querer igual.
- Mi amor, ven aquí… pero si yo te quiero igual. No importa… de verdad, eso no es lo más importante. Cálmate ya. Ven aquí, ven que te abrazo.
- Sí. Anda sí. Quiéreme un poquito.
- Adelita…
- Cariño
- ¿Sí?
- ¿ Si algún día ya no te gusta me lo dirás?
- Claro mi amor
- ¿ De verdad?
- Síiiii.
- Juan Luís…
- Dime.
- Juan Luís… ¿ Quieres hacerme el favor de probarlo?
- ¿ Ahora?
- Sí por favor. Significa mucho para mí.
- Bueno.
Y Juan Luís desabrocha sus pantalones y los deja caer junto a los calzoncillos a sus pies.

- ¡¡ Pero Juan Luís!! ¡¡ Por Dios!! ¿ Qué coño estas haciendo? ¿No pretenderás comerte el plato de macarrones con la PO..., con ESO ???

miércoles, 17 de noviembre de 2010

VOLVER



Me sentía extrañamente confusa, aletargada… con el cuerpo pesado. Estaba despierta, o eso me parecía. Parpadeé un par de veces intentando centrar la vista pero no conseguía ver nada, un manto blanco cubría mis ojos y no me permitía discernir nada más allá de ese fulgor cegador de un manto inmaculado. Pero tenía que estar despierta, seguro que lo estaba. Muy despacio intente mover mi cuerpo, asustada y expectante, sacudí suavemente los dedos de las manos, apenas un temblor, mientras contaba hasta diez. Hice lo mismo con los pies. Podía controlarlos, estaba despierta. ¿Por qué no conseguía ver nada entonces? ¿Por qué no podía abrir mis ojos? Empecé a ponerme nerviosa, a sentir el pánico apoderarse de mis músculos entumecidos.


Volví a abrir los ojos, esforzándome por sentirlos abiertos. Era como volver a la realidad y encontrarse con el cuerpo aplastado por la nada. La nada más absoluta y vacía que recordaba haber sentido nunca, en mi intensa existencia. Concentré todo mi empeño en no dejarme vencer por la desazón y la angustia que palpitaba en mi garganta y me revolví inquieta sacudiendo el sudario en el que me sentía amortajada mientras mi mente, libre de la atadura del terror dejaba aflorar los recuerdos.


La sabana se deslizó suavemente dejando mi rostro al descubierto y tuve que pestañear varias veces para que la luz no me cegara. Oí a alguien murmurar un ‘pobrecita’ mientras apartaban un intenso foco de mi cara.


- ¿Estas bien? – preguntó un hombre de rostro arrugado, ojos de un azul líquido y cabello cano.


Asiento con los ojos, con ese leve pestañeo, sin poder articular aún palabras.


- ¿ Recuerdas por qué estas aquí? – su mirada es preocupada y, aunque pretende transmitir calidez, no lo consigue, más bien me inquieta. Vuelvo a asentir y esta vez, haciendo un esfuerzo, trato de hacerlo con la cabeza, esperando que su severa mirada cambie.


- Eres el sanador – articulé al fin, por encima del dolor, intentando apaciguar el reproche que leo en sus ojos.


- Eso no es lo que te he preguntado – el estupor por su abrupta respuesta se refleja en mi rostro y él, inmediatamente, interpreta esa sorpresa disgustada como ignorancia – Es normal que estés ligeramente confusa.


- Esta asustada – pronuncia una mujer a su lado – no confundida.


Al girar la vista hacia ella descubro una mirada de color miel que sí resulta cálida y confortante, con una preocupación cariñosa aprieta mi mano. Es la empática. No me cabe duda. Pero el sanador la mira disgustado y contrariado, como si su opinión no le importara prosigue.


- Sentías un dolor en el costado izquierdo de tu espalda, por encima de la zona lumbar, casi al final de tus costillas. Viniste a nosotros para que lo eliminásemos porque cada vez era más fuerte, te oprimía el corazón y te costaba respirar, hacía que las lágrimas brotasen de tus ojos. La zona no irradiaba ese color azul sereno que debería. No hemos descubierto la causa certera de dicho dolor pero, al examinarte, hemos localizado unas terminaciones inconexas en la zona emocional. De tu corazón aún pendían unos lazos afectivos que estaban cortados, no tenían el ciclo completo y no podíamos cerrarlos, así que los hemos extirpado. Era absurdo que estuvieran ahí y totalmente insólito – sonrío satisfecho de si mismo antes de proseguir – Nosotros no desperdiciamos energía en mantener latentes esas extremidades y, normalmente, nosotros mismos estamos preparados para eliminarlas de nuestro organismo como residuos una vez que se han cortado, independientemente de si ha sido de forma abrupta o algo preconcebido. Son despojos inútiles, cabos que no encuentran donde anclarse, sentimientos desperdiciados que caen al vacío porque al final del extremo no hay quien los reciba. Al eliminarlas, es como si la presión se hubiera reducido y la zona ha cobrado ligeramente el color óptimo. Puedes volver a casa.


Palmeó mi brazo en un gesto que pretendía ser cariñoso y resulto condescendiente. La empática colocó su mano con suavidad bajo mi espalda y me ayudó a incorporarme. Al respirar noté como ya no dolía y me pareció totalmente innecesario preguntar nada a esos ojos satisfechos de su proeza que no me darían respuestas.


Volví a mi casa, recuperé con normalidad todas mis rutinas, incluso algunas que había abandonado por la desidia que me provocaba ese molesto dolor punzante en mi costado y que ahora ya no sentía, hábitos como la de sacar a pasear a Ritmo y disfrutar de sus caricias o querencias como la de sonreír ante el gesto amable de un desconocido.


Sin embargo, a pesar de todo, del estado liviano de mi espíritu, de las tareas que realizaba con cómoda inercia e incluso de la aparente calma con la que era capaz de sonreír, algo en mi interior no estaba bien, lo sentía palpitar a ratos, en momentos incómodos en los que no me sentía yo y me daba cuenta que, todo lo demás, todo lo que me rodeaba, eran forzadas circunstancias que pretendían engañarme con esa normalidad absoluta que envolvía todo.


Yo no estaba bien. Puede que ya no me doliera nada, pero no estaba bien, no era yo. Yo, ya no era yo, por muy perfecto que fuese mi azul.


Sopese durante algunos días la posibilidad de dirigirme al centro y hablar con el sanador pero la idea me resultaba revulsiva y la repelía cada vez que afloraba a mi cabeza.


No podía continuar así, viviendo una vida que no era la mía y que cada vez me resultaba más vacía, más desconocida, más propia de otro que no fuera yo. Al menos, del yo que recordaba. Aunque los recuerdos, mis recuerdos, eran como una nebulosa vaga y lejana, difuminada y sin rasgos concretos.


¿Cuál era el problema? Trate de centrarme en las palabras del sanador. Terminaciones inconexas que había extirpado. Pero ¿Cuáles? Y ¿Quién era él para decidir qué o quien eliminar de mi vida, qué sentimiento borrar o anular para siempre, que persona hacer desaparecer de mis recuerdos, que lugar desdibujar de mi memoria?


No estaba conforme con esa decisión. No era normal que alguien como yo se rebelara contra algo así pero, a medida que la rebeldía se hacía grande en mi interior yo me sentía más fuerte y decidida a recuperarme, aunque eso significara que el dolor volviera a instalarse en mi cuerpo.


Claro que, no sabía muy bien como o qué hacer para instaurar de nuevo esos lazos ¿Por donde debía empezar? ¿Sería necesario un sanador para ello? Sin embargo algo golpeaba en mi cabeza pugnando por salir, era algo que había oído, algo que conocía… eso era, los recuerdos. El yo que yo recordaba ¿Cómo era ese yo? ¿Cómo hacemos para recuperar los recuerdos?


Pensé que si empezaba con algo fácil y conseguía que alguno de esos recuerdos, de esos sentimientos, de esos vínculos regresaran a mí, el resto encontraría el camino.


Pasee muy despacio por la casa vacía esperando que algo me sacudiera, recorriendo con la yema de los dedos los muebles por si un contacto provocará alguna corriente en mí, un objeto, un color… mi vista se topo con una foto de Ritmo y yo el día que cumplió un año. Las fotos. Tal vez ellas me dieran las respuestas que necesitaba.


Busqué desesperadamente las cajas que se apilaban junto a los libros y abrí apresuradamente la primera, con urgente ansia. Allí mismo, tirada en el suelo, las repase una a una, primero lentamente, devorando los detalles, esperando que la respuesta estuviera escondida en algún rostro familiar o un rincón mágico. Después, más rápida, segura de que el chispazo saltaría al primer golpe de vista… hasta que terminé la tarea de forma mecánica y desesperanzada.


Devoré dos cajas sin éxito y agotada emocionalmente me derrumbé allí mismo, en el suelo, con el abatimiento como compañero de sueño.


Debía albergar alguna esperanza aún oculta porque, al despertar, sin pensarlo siquiera cogí la siguiente caja y me senté en el sofá. En la décima foto la vi. Era Blanca. Habíamos estudiado juntas y, durante mucho tiempo, mantuvimos el contacto a pesar de haber terminado la carrera. Escrute su rostro, que imaginaba sería muy distinto ahora ¿Qué había pasado? Lentamente hice el camino con ella de la mano, lo vivido y lo que no vivimos. Desapareció de mi vida hace tiempo, es cierto, recordaba el cuando y el como, e incluso el porqué que me di entonces… pero también recordé que nunca me convenció aquel porqué y que jamás asimilé el motivo. Recordé que, a pesar del tiempo transcurrido, del dolor que en su momento causó la escisión, yo aún la recordaba. Y lo hacía con cariño. La echaba de menos, aún la quería. Ese era uno de los lazos que seguían ahí, abiertos, pendientes y sin final porque para mí no tenía final, seguían dispuestos a que ella estuviera al final.


Sin apenas esfuerzo, poco a poco, fueron apareciendo todas las personas que, alguna vez, habían significado algo en mi vida y ya no estaban, por distintos motivos. Todas esas personas a las que había querido y amado y que ya no estaban en mi vida pero, sin embargo, yo aún las sentía ahí, no podía obviarlas, borrarlas y hacerlas desaparecer porque el sentimiento estaba vivo para mí.


Descubrí que, pensar en alguna de ellas, provocaba ese dolor agudo al respirar. Pero no me importaba porque, descubrí también que sin ellas, yo no era yo.


Siempre se puede elegir, así que elegí no borrar a ninguna de esas personas de mi corazón, aunque para ellas yo ya no significara nada, esa espiga permanecería en mí, sin anudar. No cabía en mi el olvido, ni tampoco el odio con el que, en ocasiones, nosotros poníamos el final a ese cabo. No quería odiarlas ni hacerlas desaparecer, así que decidí que permanecerían aún cuando me causaran dolor. Porque esa, era yo.