viernes, 8 de febrero de 2008

COMO ESTAR EN CASA



Era puta, no sé si por vocación u obligación, la verdad es que, después de todo nunca se lo pregunte. Pero lo que sé es que era una buena puta, de esas que te hacen sentir un tipo afortunado porque una mujer como ella esta contigo, de esas con las que no quieres sólo follar y a las que crees sin pestañear, cuando te dicen sin hablar que eres el único hombre al que se lo harían sin pagar, aunque siempre dejase unos cuantos billetes encima de la mesa.

No me dijo jamás su verdadero nombre y con el tiempo llegue a olvidar que alguna vez lo tuvo. Sencillamente era Ámbar, la de la líquida mirada de miel. Ámbar la que me sonreía desde la barra y con un gesto de su cabeza, certero como un balazo directo a mi corazón, me arrastraba hasta allí para invitarle a una copa. Y ella fingía que había sido yo quien quiso invitarla, mientras esa mirada fluida pestañeaba fija en mis pocas palabras.

Nunca supe el auténtico color de sus cabellos, pero daba igual si eran rubio platino como el de una lánguida actriz del cine en blanco y negro o vibrante pelirrojo como una peligrosa heroína de comic, yo podía pasarme horas enredado en ellos, deslizando mis manos por los mechones brillantes que desordenados caían sobre su espalda desnuda mientras dormía.

Hay verdades que lo son si las creeas, aún cuando en la vida llegues a saber si lo fueron.

Sus largas piernas te descubrían las puertas del paraíso. Su aterciopelado pubis era el pecado donde uno puede perderse por toda una eternidad y sentirse redimido. Tenía tres lunares ascendiendo sobre su ombligo que punteaban el camino hasta la oscuridad profunda de sus pezones. Unos pechos pequeños, redondos y puntiagudos que siempre sabían a nuevos y la boca más roja que yo haya visto en mi vida.

Las noches que pasamos en aquel sucio motel eran como estar en casa. Si la pasta llegaba le pagaba un completo, sólo por amanecer enredado en ese cuerpo, hundido en esa piel y con el olor de su sudor impregnando mi nariz. Y cuando amanecía, compraba chocolatinas y coca-colas en la maquina del porche y desayunábamos desnudos en la cama mientras escuchábamos sonar jazz en la radio. Y siempre me tendía la mano para que la sacara a bailar, descalza sobre la mugrienta moqueta mientras me susurraba mentiras que aprendí a creer. Luego, antes de marcharse, ella me decía desde la puerta ‘Hasta la noche, amor’ y entonces yo era como esos hombres con buena estrella a los que su mujer siempre les espera al volver a casa.

Yo nunca soñé con sacarla de aquello, ese sueño me quedaba grande. Me bastaba con despertarme a su lado unas cuantas mañanas al mes y creerme las mentiras de esos labios rojos que había besado hasta sentir la sangre palpitar en ellos.

Desapareció un buen día. En aquel cochambroso local de desteñidas cortinas y taburetes de un raído skay rojo conmemorando una interminable barra mal iluminada por unas lámparas que descendían desde el techo y parecían morir decrepitas antes de acercarse a la rayada madera.

Ella estaba allí, elevada del suelo sin saber muy bien si sus piernas levitaban sobre los interminables tacones o su menudo cuerpo flotaba sin rozar el desgastado tapizado. Fumaba un cigarrillo rubio mientras fingía beber ginebra sin hielo que ningún cliente había pagado. Me había mirado al entrar, no sé si triste o con la mirada más líquida y brillante que yo le recuerdo. Si hubiese sabido que aquella era la última vez que la vería, probablemente, no me hubiera levantado para retenerla entre mis brazos. Incline la cabeza a modo de saludo, le hice un gesto al barman que en seguida reconoció y baje la vista a mi Bourbon a punto de expirar.

Entró un camionero y en ese deje tan familiar para mí, giro su deslumbrante cabellera hacía el tipo, descruzo sus piernas entreabriéndolas levemente, como mostrando el genero sin dejar ver lo que ocultaba. Era una profesional, cojones, una puta en toda regla. Sabía perfectamente que mohín colocar en sus labios rojos. Se largaron.

No proteste. Hacía tiempo que había aprendido que si no tenía un socio en mis bolsillos para cerrar el trato lo mejor era mantenerme al margen. Y aquella noche sofocante de finales de Junio, mi paga se había esfumado invitándola a esa ginebra que apuró de un trago antes de desaparecer de mi vida.

No consigo recordar que llevaba puesto ella aquella noche.

He estado con muchas mujeres desde entonces, algunas putas y otras tan sólo aspirantes. Pero con ninguna he estado como en casa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pintas de princesas a las putas. Quizás porque todas lo son aunque no encuentren más que sapos en vez de príncipes.

Dana dijo...

Y visten de rojo. Por fuera, por dentro o en los labios. Pero son pura sangre.

Anónimo dijo...

Y humedad que se consume entre las piernas a falta de alguien que las haga sentir.