miércoles, 28 de marzo de 2018

LA CULPA



La culpa pesa demasiado. Es agotadora. 

Estaba cansada de tener siempre la culpa, de que le ahogara y le asfixiara de tal modo que el resto de sentimientos desaparecían, que pesará tanto que no existía nada más importante. 

Al final, lo importante no es lo que te dicen, sino lo que llegas a creer y, aunque aún no había llegado a creérselo del todo, estaba muy cerca de que esa culpa anulará todo lo demás.

Lo único que le quedaba era la tristeza. Decidió estar triste, callada y ausente antes que morir culpable. Estar triste era una culpa que podía asumir, algo de lo que era totalmente responsable. Ella decidía dejar resbalar lágrimas hasta la saciedad. Decidía sentarse en el sofá y abandonarse a series y programas sin sentido que le permitieran no pensar hasta caer rendida. Decidía dedicarse a juegos matemáticos que le permitían mantener la mente ocupada y centrada…. Y decidía ponerse el vestido de flores y la sonrisa para salir a la calle.

No conseguía arrancarse la culpa de la piel… le dolía, como desgarros en sus muñecas, tirantes y pozoñosos, pugnaban por ascender más allá, hasta sus entrañas, mientras ella se esforzaba arañando sus brazos con desespero en un intento absurdo de arrancarse la culpa.

Fuerte y positiva, así la reconocían. No importaba cuanto dolor pudiera llegar a absorber ni cuantas preocupaciones silenciosas escamotearan su espíritu, salía a la calle con su sonrisa, generosa y entregada. No era un disfraz, pero sí se había convertido en una mascara que no conseguía arrancarse fácilmente y que ya no era más que un reflejo de lo que un día fue.

Quería ser una mujer fuerte, quería poder decidir… aunque en realidad, eso era lo que estaba haciendo. Decidir. Decidir llorar, decidir hundirse, decidir asumir ese sentimiento de culpa.

Hasta eso le había conseguido arrancar la culpa, su yo más íntimo, su verdad más grande sobre la felicidad… y el pequeño reducto al que se aferraba era a su capacidad de decidir, a esa extraña filosofía implantada tras golpes del destino qué la habían convertido en lo que era.

El ruido de la impresora y el papel continúo rasgándose a cada paso de las agujas laceraba sus sentidos, no le permitía pensar, no le dejaba. A veces sólo podía concentrarse en las cicatrices que ese dolor dejaría en su piel y si conseguiría maquillarlas con el tiempo. Sabía que, con cada vaivén, con cada línea dibujada, el surco era más profundo y más imborrable.

No tenía nada, nada que la retuviera excepto su propia pena… y si, seguramente ese sentimiento de culpa.

No necesitaba nada para alejarse. Los recuerdos hermosos pesaban demasiado y los dolorosos también… pero se resistía a ese Ya no te quiero, que implicaba dejar de amar lo que la otra persona había sido pero, también, dejar de amar lo que ella fue con él.

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