Había terminado su turno detrás de la
barra. Ocho horas maquillando sus heridas, sintiendo el hambre y la soledad de
otros ojos resbalando sobre sus pechos y perderse entre sus caderas, soportando
palabras que sonaban hermosas para comprarle el corazón cuando lo que querían
era su cama. Historias de perdedores que creían ser su héroe pero no conseguían
disfrazar su gabardina gris. Triunfadores conferenciantes que se desinflaban
ante una copa de whisky, quedándose desnudos y descubriendo sus miserias.
Como cada noche, se forzó a si misma a
sentarse a ese otro lado para que le sirvieran una copa. Esa que siempre se
prometía sería la última y que no era más que un pretexto para iniciar el
camino hacía el olvido, porque, recordarse, le dolía. Ebria es mucho más fácil
convencerte de que no tienes pasado y que no hay preguntas a las qué responder.
En el hotel se celebraba un simposio de
psicoanalistas, tipos que supuestamente arreglaban problemas y que ahora
desgranaban los suyos entre el tintineo socarrón de copas. Un tipo, al fondo
del salón, le miraba apostado tras un cenicero repleto de colillas.
Ella supo entonces que le buscaría, y
fingiría, como fingen todos. Pero no necesitaba un salvador que le partiera el
alma otra vez, se conformaba con sentirse menos miserable durante algunas
horas, menos perdida envuelta en el calor sofocante del deseo… y no sentir
frío. Dejó de disimular y se encontró con esa mirada gris, distinta a las
demás. Distante, pero también franca y sin escondrijos.
Él estaba allí como ella, sin nada que
perder, sin nada que ofrecer. Ese tipo de personas que buscan sin pretender
encontrar. No parecía la clase de hombres que hacen preguntas estúpidas que te
obligan a recordar todo tu pasado y te hacen sentir una marioneta. Por una
noche, tal vez sería sólo carne, piel y alma.
Le sonrió, como si llevará toda una vida
esperándole, y le siguió a su habitación como si siempre hubiera caminado a su
lado.
La tarjeta magnética iluminó la habitación y él rápidamente acciono el interruptor para devolverle la penumbra. Las farolas nocturnas alumbraban a través de las cortinas unas sabanas blancas, inmaculadas y demasiado perfectas, que no hacían juego con ellos. Pero, a esas alturas, ya no les importaba parecer la pareja perfecta, no les preocupaban las apariencias, sólo la necesidad sofocante de sus cuerpos.
Sin palabras. Sólo sentimientos
enmascarados tras el instante.
Los cuerpos se aprisionan y el olor a
deseo les empapa con una necesidad urgente de anular las distancias. Las manos
se deslizan, primero sobre la ropa, preparando la partitura, ensayando las
notas que arrancaran los acordes, adivinando las fisuras que provocaran la
quiebra de los sentidos.
La pared de la habitación resiste los
envites codiciosos y las lenguas ávidas compiten con el apetito glotón de unas
bocas que se pelean con ansia por un pedazo de algo que parezca amor y que se
derrita furioso en la lava del deseo.
El suelo es el lienzo más cercano dónde
dibujarse la piel ya desnuda con dedos que queman y trazar con la lengua
desgarros que abran brechas de placer.
Se buscan para encontrarse y se
encuentran para perderse el uno en el otro, en un amasijo de sudor, de carne
enrojecida que busca más, que quiere bocas que la muerdan, que necesita manos
que la aprieten. Se estiran en una sinfonía salvaje de extremidades
entrelazadas dónde sólo se distingue la urgente necesidad de poseerse, de
penetrar en lo más recóndito del otro y entregar parte de uno mismo en el
baile.
Se arquean, se revuelven, se invaden, se
desgarran, se derriban y vuelven a danzar una melodía distinta dónde la
coreografía roza exquisita un universo pintado en la piel, tatuado en el cuerpo
y grabado en los ojos que se cuentan sin hablar el punto exacto dónde derrotar
al otro para que, en cada derrota haya una nueva victoria y, tras cada
victoria, otra batalla que ganar.
Los labios blandos, derretidos y
empapados aún de deseo se deslizan por las heridas de guerra y la explosión que
desciende entre los muslos vuelve a instalarse en el vientre, un suave ronroneo
primero, un desliz por el costado, una suave curva de cadera que oprime y unas
manos que aprietan y empiezan a marcar pedazos de piel para surcar de nuevo el
laberinto de cicatrices entre las sabanas.
Hay sexo que sabe a mucho más que a humedad y formas de decir te amo que no se expresan con ninguna palabra.
Cuando el alba rompía y unos pocos rayos de sol se filtraban entre las cortinas iluminando las sabanas revueltas, lamentaron no haber colgado el cartel de "Do not Disturb" porque, todavía, les faltaba mucho tiempo para encontrarse, para sentirse, para hallar sin pretenderlo el uno en los ojos del otro, las respuestas.
2 comentarios:
Mi niña!!
Que mejor manera de despertar, que leyéndote.
El orgullo que siento por ti y a la vez esa envidia sana por no escribir.TKM
Mi querida vecina... si tú supieras lo que yo te adoro y te admiro. Loquita de amor me tienes.
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