Esta historia no iba a durar mucho, todas las historias tienen un final y esta, la nuestra, tenía el suyo cantado. Lo supe el primer día, después de la quinta cerveza, cuando tú te despediste y saliste por la puerta, tal cual, tan fresco y risueño, y yo me quede sentada en el bar, notando un calor húmedo en mi vientre que cosquilleaba y resbalaba entre mis piernas.
La nuestra fue una guerra desigual, no era justo que yo te amara tanto y tú tan poco, pero precisamente por lo mucho que te amaba no podía desengancharme de tu veneno, del sabor que tus besos empapados dejaban en mi piel, de tu forma violenta y salvaje de asaltar mis pechos, del dolor que dejabas grabado en mi pubis cuando la presión de tu cuerpo se alejaba... y siempre quise más, siempre anhele más de lo que podía tener, y aunque no supe pedirlo, aunque no me atreví a exigírtelo, siempre espere que la misma droga envenenara tu sangre y vinieses a mí, tan ebrio de deseo como siempre, para retenerte entre mis piernas en un abrazo eterno.
Me sorprende como me deje llevar a tu terreno, como fui bajando barreras y desanudando mi alma y mi cuerpo para ti, sin pudor, sin barreras, con una rendición incondicional que me despoblaba de mi dignidad, para caer ante ti, para que hicieras de mí lo que se te antojara, sin importarme que sucedería después, cuando tu mano ya no estuviese en mi mejilla, cuando tu mirada ya no se clavara en la mía, cuando tus ojos no me atravesaran el alma y tu cuerpo no buscase como colarse en el mío.
Primero jugamos a mirarnos, envueltos por ese disfraz tan cómodo que es a veces la amistad, en conversaciones largas donde tus ojos me miraban a los ojos, a la boca, al cuello, al escote de mi blusa, para volver a centrarse en mi boca. Me excitaba saber que estabas mirando mis labios, como se movían al pronunciar las palabras y yo jugaba con ello, a mojarlos, a morderlos, a recorrerlos con la lengua y notaba como tu boca respondía a los movimientos de la mía.
Después atravesaste la barrera con un contacto leve y sutil que me erizaba todo el cuerpo, adquiriste la fea costumbre de acortar distancias entre nuestros cuerpos, de esa manera tan tuya de hacerme notar tu virilidad crecida, tu deseo contenido, al abrirme la puerta del bar, al colarnos en el metro, en la cola del cine... y no importaba donde la notara, si entre mi sexo o en mi cadera, cada contacto era diferente y electrizante. Le siguieron tus manos, que me buscaban en la mesa a través de las botellas vacías y el cenicero repleto... a veces para señalar una mancha en mi mejilla o ese colgante que tanto te gustaba, el que se perdía entre mis pechos.
Te odiaba tanto... como te deseaba, no podía contenerlo y sentía que, en cualquier momento, te
explotaría, me rendiría, como sucedió al final.
Una tarde, en esa cola de cine a la que tanto acudíamos, note como te acercabas a mí, note tu aliento caliente en mi oreja y tu virilidad dura entre mis nalgas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando susurraste en mis oídos, no recuerdo que palabras, y tu mano se apoyo en mi vientre. Me di la vuelta, sin acortar un milímetro la distancia que nos separaba y enfrente tus ojos, salvaje porque ardía en mi una sensación de guerra. Me miraste con esa media sonrisa que aún tanto odio y tanto me excita y tu mano que ahora quedaba en mi espalda bajo hasta mi culo para apoderarse de él con la misma violencia con la que tu boca asalto la mía... y nos fundimos en un beso mojado, largo e insistente, pero sobretodo urgente, de esa boca que tanto había deseado.
No tenía ganas de entrar al cine, no me interesaba la película, pero la cola se movió, nos empujaron y tú me diste la vuelta, me propinaste un cachete en el culo y me empujaste después suave, sin apartar la mano de allí. Molesta entre en la sala y nos sentamos, sin mediar palabra. Estaba enfadada, lo reconozco, me habían cortado el instante dorado que tanto había soñado.
Cuando se apagaron las luces me gire hacía ti, con toda la intención de sugerirte que nos fuéramos, pero tú adivinaste el gesto y con un dedo empujaste mi rostro hacía la pantalla y con ese mismo dedo recorriste mi nariz, mis labios, introdujiste el dedo en mi boca y yo quise morderlo mientras notaba como por enésima vez en aquella tarde mis braguitas volvían a empaparse. Bajaste por mi cuello hasta mi escote y dejaste tu dedo entre mis pechos, en el canalillo, con un dulce vaivén lo movías con efecto campana y rozabas ligeramente primero un seno y luego el otro, sin llegar a tocarlos... hasta que tu mano se abrió y con la palma cubriste uno de ellos y apretaste fuerte. Ahogué un gemido pero tú adivinaste el sonido ronco de mi garganta y la mano abandono mi pecho provocando una queja dolorosa en el pezón que esperaba ardiente la última sensación, pero el castigo de tu ausencia se calmo cuando tu mano se coló por debajo de mi falda. No necesitaste mucho para que me corriera, lo reconozco, el primer orgasmo me alcanzo apenas tus dedos rozaron por encima de mi clítoris, aún con la ropa interior por medio, la mínima presión me descontrolo y me sacudió un tanto breve y suave, pero suficiente. Cerré las piernas y aprisione tu mano unos segundos, intentando retener el calor que a chorros se escapaba entre mis piernas. Rozaste mi ingle y te colaste por un lateral, así como el que no quiere la cosa, en un descuido... y me gusto saber que no necesitabas ser invitado para introducir tu dedo en mí y removerme las entrañas.
Me estaba mareando por todas las sensaciones que me sacudían en oleadas frenéticas de placer y pasión, me sobraba la ropa, me sobraba hasta el alma, para sentirla tuya y sentirte mío.
En la pantalla apareció la palabra FIN cuando ya había alcanzado mi segundo orgasmo, más lento, más pausado y mucho más buscado, y tú habías sacado tu mano de mi entrepierna y estabas chupándote los dedos, uno a uno, mirándome directamente, sin vergüenza ni pudor alguno, mientras yo con la respiración agitada intentaba recomponer pedacitos de serenidad en mi ropa y en mi cabeza. Sin una palabra salimos del cine, nos despedimos... bueno, me despediste como una tarde más y me dejaste en la puerta del coche como a un viejo colega.
Tardamos semanas en vernos, porque en mi cabeza revoloteaba la insistente sensación de que esto no era bueno, de que algo no andaba bien. No podía colgarme por un tío sólo por su manera de joderme... y la verdad era que tú me jodias en muchos sentidos y a muchos de ellos, yo, ya no estaba dispuesta. Me regodeaba en el recuerdo de tu cuerpo acechando al mío, en tu forma de frotarme y empujarme, en el contacto electrizante de tu aliento en mi boca, pero sobretodo me regodeaba en tu boca húmeda y en esa manera de saborear tus dedos... pensaba Dios mío, si así saborea sus dedos, como saboreará otra cosa. Pero eso era una tortura, un martirio que no hacía sino reafirmar mi idea de que no podía ser. Estaba tocada y hundida.
Y así fueron nuestros encuentros, con la llegada de la primavera cedí a tus llamadas para un día de campo... y tuve flores, campanillas, y musgo para semanas flotando por todo mi cuerpo.
Esta vez si fue una rendición al cien por cien, deje que me tumbaras en el suelo, deje que me quitaras la ropa mientras te detenías en cada botón de mi blusa para besar ese trozo de piel nueva que descubrías, acepte sumisa que desabrocharas mi falda y me regocije ante tu sorpresa al descubrir que no llevaba ropa interior porque lo quería así, quería que si me rozabas, si volvías a apretarte contra mí hubiese el mínimo posible de ropa entre nosotros. Te erguiste y me contemplaste, allí tirada en la hierba, mientras yo no podía apartar la vista de tus ojos recorriéndome y contemplaba como crecía el bulto en tu entrepierna. Te arrodillaste y empezaste a lamerme desde la punta de un pie hasta mi oreja, pasar rozando con tu lengua mis labios entreabiertos y descender desde la otra oreja hasta el dedo del pie, en una interminable y demoledora consecución de sensaciones que apenas me daba tiempo a absorber. No me dabas nada que yo anhelara y me estabas dando tanto... no conseguía retenerte entre mis brazos y cuando apenas unos segundos te posabas sobre mi boca y hurgabas entrelazando tu lengua con la mía, la hebilla de tu cinturón se me clavaba y hasta esa sensación me provocaba sacudidas de placer. Me mordiste y me arañaste la piel, con tu boca, con tus manos, con tu cuerpo, con lo que quisiste porque no me importaba nada, tan sólo quería que siguieras ahí, tan sólo quería pertenecerte como lo estaba haciendo en ese momento. Todo sucedió cuando y como tú quisiste, pero no me importo, porque a cambio me regalaste orgasmos que no recordaba haber sentido antes. Yo quería tocar tu piel, despojarte de todas las barreras, abrazarte, besarte, beberme el olor de tu cuerpo, perderme en su sabor... y tú me castigaste sin ello. Como una marioneta, un títere a tu merced que manejaste a tu antojo, pusiste mi cuerpo y mi alma del derecho y del revés, para luego alejarte de mí sin dejarme ni tan siquiera un pedacito de ti.
Y así todos y cada uno de nuestros encuentros, en los con perversión y alevosía maltratabas mi cuerpo y mi cabeza, con asedios de placer hiriente, agotador y salvaje, atacando mi boca, mordiendo mis pezones, empujando mi sexo, sacudiendo a veces dulce y lento, otras embistiendo ansioso y hambriento... y mi cuerpo siempre prisionero, siempre a tu merced.
Esta historia no iba a durar mucho, todas las historias tienen un final y esta, la nuestra, tenía el suyo cantado. Lo supe el primer día y lo sé ahora, cuando otra vez no he conseguido retenerte, sentirte entre mis piernas, cuando te alejas, tal cual, tan fresco y risueño, y yo me quedo notando un calor húmedo en mi vientre que cosquillea y resbala entre mis piernas y un hambre que nunca sacio.
La nuestra fue una guerra desigual, no era justo que yo te amara tanto y tú tan poco, pero precisamente por lo mucho que te amaba no podía desengancharme de tu veneno, del sabor que tus besos empapados dejaban en mi piel, de tu forma violenta y salvaje de asaltar mis pechos, del dolor que dejabas grabado en mi pubis cuando la presión de tu cuerpo se alejaba... y siempre quise más, siempre anhele más de lo que podía tener, y aunque no supe pedirlo, aunque no me atreví a exigírtelo, siempre espere que la misma droga envenenara tu sangre y vinieses a mí, tan ebrio de deseo como siempre, para retenerte entre mis piernas en un abrazo eterno.
Me sorprende como me deje llevar a tu terreno, como fui bajando barreras y desanudando mi alma y mi cuerpo para ti, sin pudor, sin barreras, con una rendición incondicional que me despoblaba de mi dignidad, para caer ante ti, para que hicieras de mí lo que se te antojara, sin importarme que sucedería después, cuando tu mano ya no estuviese en mi mejilla, cuando tu mirada ya no se clavara en la mía, cuando tus ojos no me atravesaran el alma y tu cuerpo no buscase como colarse en el mío.
Primero jugamos a mirarnos, envueltos por ese disfraz tan cómodo que es a veces la amistad, en conversaciones largas donde tus ojos me miraban a los ojos, a la boca, al cuello, al escote de mi blusa, para volver a centrarse en mi boca. Me excitaba saber que estabas mirando mis labios, como se movían al pronunciar las palabras y yo jugaba con ello, a mojarlos, a morderlos, a recorrerlos con la lengua y notaba como tu boca respondía a los movimientos de la mía.
Después atravesaste la barrera con un contacto leve y sutil que me erizaba todo el cuerpo, adquiriste la fea costumbre de acortar distancias entre nuestros cuerpos, de esa manera tan tuya de hacerme notar tu virilidad crecida, tu deseo contenido, al abrirme la puerta del bar, al colarnos en el metro, en la cola del cine... y no importaba donde la notara, si entre mi sexo o en mi cadera, cada contacto era diferente y electrizante. Le siguieron tus manos, que me buscaban en la mesa a través de las botellas vacías y el cenicero repleto... a veces para señalar una mancha en mi mejilla o ese colgante que tanto te gustaba, el que se perdía entre mis pechos.
Te odiaba tanto... como te deseaba, no podía contenerlo y sentía que, en cualquier momento, te
explotaría, me rendiría, como sucedió al final.
Una tarde, en esa cola de cine a la que tanto acudíamos, note como te acercabas a mí, note tu aliento caliente en mi oreja y tu virilidad dura entre mis nalgas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando susurraste en mis oídos, no recuerdo que palabras, y tu mano se apoyo en mi vientre. Me di la vuelta, sin acortar un milímetro la distancia que nos separaba y enfrente tus ojos, salvaje porque ardía en mi una sensación de guerra. Me miraste con esa media sonrisa que aún tanto odio y tanto me excita y tu mano que ahora quedaba en mi espalda bajo hasta mi culo para apoderarse de él con la misma violencia con la que tu boca asalto la mía... y nos fundimos en un beso mojado, largo e insistente, pero sobretodo urgente, de esa boca que tanto había deseado.
No tenía ganas de entrar al cine, no me interesaba la película, pero la cola se movió, nos empujaron y tú me diste la vuelta, me propinaste un cachete en el culo y me empujaste después suave, sin apartar la mano de allí. Molesta entre en la sala y nos sentamos, sin mediar palabra. Estaba enfadada, lo reconozco, me habían cortado el instante dorado que tanto había soñado.
Cuando se apagaron las luces me gire hacía ti, con toda la intención de sugerirte que nos fuéramos, pero tú adivinaste el gesto y con un dedo empujaste mi rostro hacía la pantalla y con ese mismo dedo recorriste mi nariz, mis labios, introdujiste el dedo en mi boca y yo quise morderlo mientras notaba como por enésima vez en aquella tarde mis braguitas volvían a empaparse. Bajaste por mi cuello hasta mi escote y dejaste tu dedo entre mis pechos, en el canalillo, con un dulce vaivén lo movías con efecto campana y rozabas ligeramente primero un seno y luego el otro, sin llegar a tocarlos... hasta que tu mano se abrió y con la palma cubriste uno de ellos y apretaste fuerte. Ahogué un gemido pero tú adivinaste el sonido ronco de mi garganta y la mano abandono mi pecho provocando una queja dolorosa en el pezón que esperaba ardiente la última sensación, pero el castigo de tu ausencia se calmo cuando tu mano se coló por debajo de mi falda. No necesitaste mucho para que me corriera, lo reconozco, el primer orgasmo me alcanzo apenas tus dedos rozaron por encima de mi clítoris, aún con la ropa interior por medio, la mínima presión me descontrolo y me sacudió un tanto breve y suave, pero suficiente. Cerré las piernas y aprisione tu mano unos segundos, intentando retener el calor que a chorros se escapaba entre mis piernas. Rozaste mi ingle y te colaste por un lateral, así como el que no quiere la cosa, en un descuido... y me gusto saber que no necesitabas ser invitado para introducir tu dedo en mí y removerme las entrañas.
Me estaba mareando por todas las sensaciones que me sacudían en oleadas frenéticas de placer y pasión, me sobraba la ropa, me sobraba hasta el alma, para sentirla tuya y sentirte mío.
En la pantalla apareció la palabra FIN cuando ya había alcanzado mi segundo orgasmo, más lento, más pausado y mucho más buscado, y tú habías sacado tu mano de mi entrepierna y estabas chupándote los dedos, uno a uno, mirándome directamente, sin vergüenza ni pudor alguno, mientras yo con la respiración agitada intentaba recomponer pedacitos de serenidad en mi ropa y en mi cabeza. Sin una palabra salimos del cine, nos despedimos... bueno, me despediste como una tarde más y me dejaste en la puerta del coche como a un viejo colega.
Tardamos semanas en vernos, porque en mi cabeza revoloteaba la insistente sensación de que esto no era bueno, de que algo no andaba bien. No podía colgarme por un tío sólo por su manera de joderme... y la verdad era que tú me jodias en muchos sentidos y a muchos de ellos, yo, ya no estaba dispuesta. Me regodeaba en el recuerdo de tu cuerpo acechando al mío, en tu forma de frotarme y empujarme, en el contacto electrizante de tu aliento en mi boca, pero sobretodo me regodeaba en tu boca húmeda y en esa manera de saborear tus dedos... pensaba Dios mío, si así saborea sus dedos, como saboreará otra cosa. Pero eso era una tortura, un martirio que no hacía sino reafirmar mi idea de que no podía ser. Estaba tocada y hundida.
Y así fueron nuestros encuentros, con la llegada de la primavera cedí a tus llamadas para un día de campo... y tuve flores, campanillas, y musgo para semanas flotando por todo mi cuerpo.
Esta vez si fue una rendición al cien por cien, deje que me tumbaras en el suelo, deje que me quitaras la ropa mientras te detenías en cada botón de mi blusa para besar ese trozo de piel nueva que descubrías, acepte sumisa que desabrocharas mi falda y me regocije ante tu sorpresa al descubrir que no llevaba ropa interior porque lo quería así, quería que si me rozabas, si volvías a apretarte contra mí hubiese el mínimo posible de ropa entre nosotros. Te erguiste y me contemplaste, allí tirada en la hierba, mientras yo no podía apartar la vista de tus ojos recorriéndome y contemplaba como crecía el bulto en tu entrepierna. Te arrodillaste y empezaste a lamerme desde la punta de un pie hasta mi oreja, pasar rozando con tu lengua mis labios entreabiertos y descender desde la otra oreja hasta el dedo del pie, en una interminable y demoledora consecución de sensaciones que apenas me daba tiempo a absorber. No me dabas nada que yo anhelara y me estabas dando tanto... no conseguía retenerte entre mis brazos y cuando apenas unos segundos te posabas sobre mi boca y hurgabas entrelazando tu lengua con la mía, la hebilla de tu cinturón se me clavaba y hasta esa sensación me provocaba sacudidas de placer. Me mordiste y me arañaste la piel, con tu boca, con tus manos, con tu cuerpo, con lo que quisiste porque no me importaba nada, tan sólo quería que siguieras ahí, tan sólo quería pertenecerte como lo estaba haciendo en ese momento. Todo sucedió cuando y como tú quisiste, pero no me importo, porque a cambio me regalaste orgasmos que no recordaba haber sentido antes. Yo quería tocar tu piel, despojarte de todas las barreras, abrazarte, besarte, beberme el olor de tu cuerpo, perderme en su sabor... y tú me castigaste sin ello. Como una marioneta, un títere a tu merced que manejaste a tu antojo, pusiste mi cuerpo y mi alma del derecho y del revés, para luego alejarte de mí sin dejarme ni tan siquiera un pedacito de ti.
Y así todos y cada uno de nuestros encuentros, en los con perversión y alevosía maltratabas mi cuerpo y mi cabeza, con asedios de placer hiriente, agotador y salvaje, atacando mi boca, mordiendo mis pezones, empujando mi sexo, sacudiendo a veces dulce y lento, otras embistiendo ansioso y hambriento... y mi cuerpo siempre prisionero, siempre a tu merced.
Esta historia no iba a durar mucho, todas las historias tienen un final y esta, la nuestra, tenía el suyo cantado. Lo supe el primer día y lo sé ahora, cuando otra vez no he conseguido retenerte, sentirte entre mis piernas, cuando te alejas, tal cual, tan fresco y risueño, y yo me quedo notando un calor húmedo en mi vientre que cosquillea y resbala entre mis piernas y un hambre que nunca sacio.
5 comentarios:
Esta historia siempre me ha encantado. Este arranque de rendición, tan cercano, tan lúbrico, entregado y morboso. Contemplar desde el ojo de la cerradura como ella va bajando todas sus defensas me sigue produciendo la misma fascinación que el primer día.
Es lo que pasa con los clásicos, que son atemporales y siempre enamoran.
Ya lo ha dicho Senador, Dana eres ya un clásico.
Te seguiremos allá donde vayas.
Por cierto, la foto me encanta (y todas las demás).
Sexo de bisturí.
Sexo recetado y dosificado con precisión milimétrica.
Sexo de labotario, minuciosamente estudiado y ejecutado.
Sexo guionizado y dirigido implacablemente, sin margen para el error, sin margen para la improvisación.
Sexo de precisión admirable y resultados lúbricos excelsos. Excitante, extasiante, brutal, sí.
Sexo sin alma, que da pero que impide, que somete y no permite. Castrante, impersonal, científico, también.
Sexo de sinsabores, sexo alienante, sexo no compartido, que una vez ejecutado no sabes si agradecer o no, pues no aciertas a comprender porqué sientes esa punzada de rabia en tu interior y esa sensación de que te han impedido expresarte, de que no te han permitido jugar más que como peón inerte de la partida.
Senador Sabras tú como enamorar, bandido.
Para mí, es una historia fetiche.
Gilraen No me estaras llamando vieja¿? :) Gracias, yo te buscaré para que vengas.
Xhavi Sexo sin guión, siempre. Por eso se existe rendición.
Aunque la ejecución con precisión milimétrica... suena bien.
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