La culpa pesa demasiado. Es
agotadora.
Estaba cansada de tener siempre la culpa, de que le ahogara y le
asfixiara de tal modo que el resto de sentimientos desaparecían, que pesará
tanto que no existía nada más importante.
Al final, lo importante no es lo que
te dicen, sino lo que llegas a creer y, aunque aún no había llegado a creérselo
del todo, estaba muy cerca de que esa culpa anulará todo lo demás.
Lo único que le quedaba era la
tristeza. Decidió estar triste, callada y ausente antes que morir culpable.
Estar triste era una culpa que podía asumir, algo de lo que era totalmente
responsable. Ella decidía dejar resbalar lágrimas hasta la saciedad. Decidía
sentarse en el sofá y abandonarse a series y programas sin sentido que le
permitieran no pensar hasta caer rendida. Decidía dedicarse a juegos
matemáticos que le permitían mantener la mente ocupada y centrada…. Y decidía
ponerse el vestido de flores y la sonrisa para salir a la calle.
No conseguía arrancarse la culpa
de la piel… le dolía, como desgarros en sus muñecas, tirantes y pozoñosos,
pugnaban por ascender más allá, hasta sus entrañas, mientras ella se esforzaba
arañando sus brazos con desespero en un intento absurdo de arrancarse la culpa.
Fuerte y positiva, así la
reconocían. No importaba cuanto dolor pudiera llegar a absorber ni cuantas
preocupaciones silenciosas escamotearan su espíritu, salía a la calle con su
sonrisa, generosa y entregada. No era un disfraz, pero sí se había convertido
en una mascara que no conseguía arrancarse fácilmente y que ya no era más que
un reflejo de lo que un día fue.
Quería ser una mujer fuerte,
quería poder decidir… aunque en realidad, eso era lo que estaba haciendo.
Decidir. Decidir llorar, decidir hundirse, decidir asumir ese sentimiento de
culpa.
Hasta eso le había conseguido arrancar
la culpa, su yo más íntimo, su verdad más grande sobre la felicidad… y el
pequeño reducto al que se aferraba era a su capacidad de decidir, a esa extraña
filosofía implantada tras golpes del destino qué la habían convertido en lo que
era.
El ruido de la impresora y el
papel continúo rasgándose a cada paso de las agujas laceraba sus sentidos, no
le permitía pensar, no le dejaba. A veces sólo podía concentrarse en las
cicatrices que ese dolor dejaría en su piel y si conseguiría maquillarlas con
el tiempo. Sabía que, con cada vaivén, con cada línea dibujada, el surco era
más profundo y más imborrable.
No tenía nada, nada que la
retuviera excepto su propia pena… y si, seguramente ese sentimiento de culpa.
No necesitaba nada para alejarse.
Los recuerdos hermosos pesaban demasiado y los dolorosos también… pero se
resistía a ese Ya no te quiero, que implicaba dejar de amar lo que la otra
persona había sido pero, también, dejar de amar lo que ella fue con él.