Me invito a cenar y ante mi reticencia a nuestra tercera cita, me regalo los oídos con palabras ahuecadas en almohadones de elogios e insinuaciones vedadas, con la promesa de manjares exquisitos, exóticos y afrodisíacos servidos para el deleite de mi paladar y de mis ojos en las más sugerentes fuentes.
No sé que me sedujo más si esa forma suya tan hábil de manejar la lengua ( y era un experto en el más amplio significado) y la sonrisa lasciva que esa idea provoco, o la atractiva y seductora sugerencia de saciar todos mis apetitos.
Aquel hombre, un portento en muchos sentidos, me resultaba intrigante. Si bien era cierto que su madurez le confería por derecho la experiencia, la suya era tan amplia y tan exquisita que no dejaba de sorprenderme y despertar una sincera admiración. Sus modales elegantes, su léxico cuidado y su conversación rica en matices, y su conocimiento profundo e intenso del cuerpo femenino, incluyendo recónditos territorios que había convertido en parajes eróticos de mi anatomía desconocidos hasta entonces.
Me presente con el retraso preciso y provocado para acusar una dulce espera. Para la ocasión había mimado cuidadosamente mi aspecto y dado que la apacible temperatura lo permitía había reducido mi indumentaria a un vestido blanco que imitaba el diseño de una gabardina, con un amplio cuello y generoso escote, cruzado por delante sobre mi cuerpo y atado con una cinta alrededor de mi cintura, sin botones ni corchetes, ni ningún otro aparatoso interruptor que detuviera el tiempo de estar juntos; terminaba el adorno con unas sandalias planas blancas y nada más... absolutamente nada más que se interpusiera en mi camino, ni pendientes, ni gargantillas, ni ropa interior; incluso el vello más intimo había sido eliminado para la ocasión.
Sonrisas de pleitesía, saludo breve y pasos firmes y decididos en dirección a la inmensa sala. Nada más entrar y cerrar tras de sí la enorme cristalera que aislaba la estancia introdujo sus dedos en mi cinturón y me atrajo hacía él para inundarme con un beso profundo y arrebatador, con ansia inquisidora y posesiva, hambriento de semanas en lugar de horas. Un beso de esos en los que las distancias desaparecen y consigues fundirte sin necesidad de nada más. Sin manos buscándose, ávidas atravesando y confundiendo los sentidos. No me excito el beso, sino la necesidad urgente, la voracidad acuciante que implicaba.
Al separarnos no pudimos evitar la sonrisa cómplice y sincera, la mirada directa, reconociéndonos y aprobándonos, sabiéndonos libres en el tiempo y comprometidos en el instante... tampoco pude evitar que el mismo dedo que forzó nuestra proximidad causará por accidente mi desnudo, al separarnos y estirar involuntariamente del cinturón (¿involuntariamente?). Mi vestido se abrió en dos líneas paralelas que se entreabrían brevemente dejando al descubierto la redondez de mis pechos plenos, el descenso de mi vientre plano, mi ombligo pequeño y ovalado y la línea bien dibujada que anunciaba el nacimiento imberbe de mis hambrientos labios.
Se dibujó la sorpresa en su cara y estallamos los dos en una espontánea carcajada, una risa fresca y natural que relajo el ambiente.
Sin dejar de sonreírnos divertidos y con la mirada puesta uno en los ojos del otro coloco un dedo en mi barbilla y me empujo ligeramente hacía atrás, hasta dejarme acorralada entre la puerta a mis espaldas y su cuerpo bloqueando el mío. Me beso en la barbilla mientras sus manos se deslizaban lentamente entre mi vestido y mi piel, sin mover un ápice la tela, rozando levemente la piel con la yema de los dedos, apenas un arañazo suave, tenue, conciliador, bordeando mi cintura desde el ombligo hasta mi espalda.
Volvió a enfrentarme la mirada y me atravesó transparente y luminoso el gris aterciopelado de sus ojos. Lo encontré tan distinto a nuestro anterior encuentro, relajado, desnudo del alma, entregado y necesitado de mí. Como un extraño, un correcto desconocido que se maravilla ante tus ojos y a la misma vez como un viejo amante, perfectamente conocedor del tamaño y la textura de mi piel. Se arrodilló y hundió la cabeza en mi vientre, sentía sus párpados cerrados sobre la piel de mi estomago y me emocioné como debían hacerlo las Diosas en sus altares con miles de siervos postrados a sus pies, acaricie su cabeza y enrede mis dedos en su cabello. Empezó a besarme lentamente, alrededor desde el hueco de mi ombligo, con la boca húmeda de pasión y hambre, con la lengua punteando cicatrices de placer en mi piel.
Entonces la vi, detrás del panel entreabierto que daba paso a la cocina, con los ojos bien abiertos, con asombro y una expresión anhelante de curiosidad, apenas una chiquilla con ese cuerpecillo a medio hacer entre niña y mujer, de piel blanda y curvas que aún son insinuaciones, meros augurios de voluptuosidad convexa. Sus labios llenos y sonrojados se abrían húmedos y su respiración agitada elevaba con cadencioso vaivén su escueta camiseta. De repente me sentí terriblemente excitada ante la idea de ese vouyere inesperado, que entre inocente y lascivo contemplaba la escena.
Empuje la cabeza que danzaba en mis caderas hacia la humedad palpitante que sentía en mi entrepierna y obediente cedió a mis impulsos, abriendo con su lengua la raja inmaculada, siguiendo con esa prolongación de su boca el camino vertical hasta colocarla como bandeja entre mis piernas y con pequeños lametones incitar aún más la lluvia de pasión que desencadenaba mi cuerpo, para luego succionarla con fruición. Se me escapo un gemido y abrí mis piernas para sentir sus labios sobre los míos mientras su lengua exprimía mis entrañas.
Observe a aquella menuda invitación a mujer, sus mejillas sonrosadas, su respiración agitada, su boca entreabierta y su mano que se acariciaba de forma inexperta el vello púbico, enredándose, lenta y torpe, y, de algún modo, quise darle placer con mi placer, sobreexcitada con su imagen.
Rodeé la cabeza de mi amante con una pierna, para entregarle mi fruto en toda su plenitud, para hacerle llegar a cualquier parte, a todas partes, y con esa misma pierna oprimí fuerte su cuerpo contra el mío.
Su lengua, extrema e insaciable se dirigió a la desembocadura rosada aún sin explorar para inundarla con su saliva, introduciéndose lentamente hasta notar como palpitaba afanosa, su nariz seguía los movimientos sinuosos de la lengua entre mis labios y de tanto en tanto su boca regresaba a ellos para chupar jugoso el néctar que resbalaba por mis piernas, relamer las gotas entre mis ingles y retroceder de nuevo a su guarida. Mi espalda se arqueaba sobre si misma y mis piernas se convulsionaban sacudidas por olas de éxtasis prohibido. Sus manos se deslizaron, con codicia hasta mis glúteos, aprisionándolos con glotonería.
Entre la vorágine de sensaciones que nublaba mis sentidos y mi vista alcance a descubrir a la muchacha, que había abierto totalmente el panel y sin tapujos estaba sentada, con las piernas flexionadas y abiertas, el culo sobre el frió mármol y su temprana flor de par en par, sus dedos se agitaban frenéticos en su interior, sacudiéndose al mismo ritmo que su pelvis se elevaba y su trasero golpeaba el suelo, se detenía tan sólo para relamer su propio dedo y volver a introducirlo en un rápido movimiento. Nuestras miradas se cruzaron pero no se detuvo, desvergonzada y desinhibida mantuvo la mirada. Paseé mi lengua por mis labios, incitándola, provocándola. El orgasmo nos sacudió a las dos al mismo tiempo, el mío violento primero y controlado después, acompasado al lento movimiento que la boca que había olvidado entre mis piernas seguía perpetrando desairados lametones entre mis paredes... el de la muchacha irrefrenable y brusco le sorprendió con el final abrupto y exhausto.