lunes, 28 de abril de 2008

ECHARTE DE MENOS



No creí que resultara tan fácil echarte de menos… pero ya ves, aquí estoy, sintiendo tan fácilmente tu ausencia en mi piel, palpando tan terriblemente real el vacío de tus palabras que en cascada revoloteaban en el hueco de mi cuello.

Mírame, tan cómodo prever que, la falta de tus manos suaves que se deslizan por mi mejilla y persiguen la línea imaginaría de un perfume sobre mi piel iba a serme indiferente.

Aprieto con fuerza mis pechos, ahogando tu nombre en mis labios, para que el dolor de no sentirte desaparezca, para que la huella que tus dedos largos como profundos surcos grabaron en mi piel se extinga.

Déjame, que sienta qué es estar sin ti y abrazarme a mí misma. Sentirme yo, sin ser una prolongación de tu. Rodearme y saber que el calor es real, no un complicado juego de malabares para alcanzar mi ombligo.

No creí que resultara tan fácil echarte de menos… no creí que fuera necesario.

viernes, 25 de abril de 2008

COMO ESTAR EN CASA II


Su cadáver apareció al cabo de un par de semanas.

Lo encontraron en la cuneta del vertedero. No parecía ella. Llevaba un vestido blanco, apenas un camisón y su hermoso rostro estaba desfigurado, no sólo por el tiempo que llevaba muerta sino, al parecer, porque recibió unos cuantos puñetazos antes de que le rebanaran la garganta. Seguro que el tipo que lo hizo lleva la cara marcada con sus uñas.

Eso fue lo que nos contó Costello, un detective alcohólico y taciturno que frecuentaba el garito y que conocía a Ámbar.

Se llamaba Lola... pero para mí siempre sería Ámbar, la de la líquida mirada de miel.

Recordé bruscamente, como una cruda instantánea, aquella última noche. En realidad, era un camisón de raso blanco que acompañó con unas medias blancas sin ligero y unos zapatos del mismo rojo intenso que su boca. Y la recordé como un ángel, el ángel más carnal que haya existido, flotando sobre el desgastado skay del taburete entre el dulce vapor etílico, inconsciente de que aquella sería la última imagen que tendría de ella.

Intenté enfocar el rostro de aquel tipo, pero no lo conseguía.

Tenía que encontrar a ese cabrón. Tenía que saber quien le había hecho aquella barbarie y hacerle pagar por su monstruosidad. Me obsesione con esa idea. En el fondo, sabía que yo era el único culpable de su muerte, por haberla dejado ir, y eso me torturaba.

Cada noche buscaba camorra, una buena bronca que hiciera sangrar mis puños y mi boca, que hiciera mi estomago arder y que me dolieran tanto los huesos que no pudiera pensar en nada más que no fuera ese dolor, que consiguieran hacerme olvidar ese mohín rojo y esa mirada ambarina.

Algunas veces, tumbaba a tipos más grandes que yo, armarios a los que no les importaba ensuciarse las manos con mi bilis. Pero, cuando alguien no tiene nada que perder, es muy difícil obtener de él una derrota, y yo, francamente, ya había perdido lo único que quería tener, así que un labio partido y unos cuantos dientes menos carecían de valor en mi extraña mano de poker.

Era mi penitencia, por haberla dejado ir, por consentir que muriera, por permitir que sucediera.

En cada golpe buscaba la respuesta, en cada puñetazo necesitaba que otro puño me aplastará la cara y una patada me destrozará el hígado, que me castigaran por el crimen que había cometido.

Al final, cada vez era más difícil encontrar un buen motivo para discutir, alguien dispuesto a darle una tunda a ese loco borracho que había perdido el juicio.

Esas noches, en las que no encontraba expiación a mi pecado, rozaba el purgatorio ebrio de whisky, hasta donde me fiaran, sin conseguir nublar el sentido ni borrar de mi garganta el amargo sabor de la culpa. En sus ojos, en la mirada con la que cada noche caía borracho en cualquier callejón, ahí encontraba la única paz posible para mi infierno.

Pero eran breves instantes en los que el alcohol y el cansancio me ganaban por un rato y entre orines infectos y mugre de ciudad, resbalaba hasta notar el asfalto golpear contra mis huesos. Necesitaba golpes. Golpes que sacudieran su maldita ausencia, que abrieran mi cerebro y escarbaran hasta sacarla de allí.

El bueno de Hank, un holandés nada errante dueño del tugurio donde cada noche ahogaba mis deudas en brazos de un Bourbon, me dijo que así no iba bien, que tenía que hacer algo con mi vida.

Ya lo estoy haciendo – le dije- la estoy tirando al mismo vertedero donde encontraron a Ámbar, ahí es donde debería estar yo.


He estado con muchas mujeres desde entonces, algunas putas y otras tan sólo aspirantes... pero con ninguna he vuelto a casa.


(COMO ESTAR EN CASA I) http://danacanadas.blogspot.com/2008/02/como-estar-en-casa.html

martes, 8 de abril de 2008

RETAHÍLA DE AMANTES II




MI MANOLITO GAFOTAS



Mi Manolito... que ricura de muchacho. Era algo torpe y un tanto zafio... pero relamía que daba gusto verlo al niño.

No sé porque me enamore de él, supongo que porque me hacía reír... pero recuerdo perfectamente porque lo dejamos: Por sus gafas.

Manolito era muy metódico, el más metódico de cuantos he conocido; no sé si por esa razón lo suyo era pura técnica convertida en arte, pero lo cierto es que, cuando se encerraba entre mis muslos... el cielo desaparecía entre mis piernas, para construir allí un nuevo paraíso.

A Manolito le encantaba verme desnuda, le gustaba verme danzar ritmos que encadenaban mis caderas con mi cintura en contoneos que a sus ojos resultaban hasta místicos, le excitaba el vaivén rítmico de mis pechos, ese dulce gondoleo en todas direcciones. Siempre me decía “Baila para mí nena”

Yo, siempre obediente y sumisa hasta la saciedad, iba deshaciendo los nudos, los corchetes, las cremalleras que anudaban mi cuerpo, eso sí, despacito, muy despacito, para que no se perdiera detalle, y de puntillas, agitar mis pechos, apretarlos entre mis brazos, ofrecérselos cual apetitosos manjares en bandeja canela, sacudirlos... y pompear... le pirraba que de espaldas, tocara con mis dedos la punta de los pies, y le ofreciera oronda mis calladas virtudes, entonces si que a Manolito no había quien lo frenara, hasta se le desorbitaban los ojos detrás de sus gafas de culo de botella.

Entonces era cuando Manolito sacaba lo mejor de sí... y también lo peor.

Era capaz de colarse entre mis piernas abiertas y allí mismo empezar a hundirse en mis entrañas. Su lengua, que nunca vi pero debía ser increíblemente larga, alcanzaba de un suave lametón a recorrer, cual zarpazo, desde el centro mismo de mis posaderas hasta mi clítoris carmesí, me recorría inventando ángulos que yo desconocía, sujetándome con sus manos las nalgas, prietas, bien prietas, para que ni uno solo de mis cimbreos le hiciera perder la compostura, y allí abajo, protegido por las dos columnas que mis piernas le ofrecían, investigaba, diluía su saliva entre mi flujo, cada vez más abundante, de las paredes de mis labios arrancaba sacudidas que repartía por igual, succionaba con fervor el pequeño tesoro escondido entre mis pliegues hasta hacerlo crecer a dimensiones desconocidas, ahondaba hasta lo más profundo de mis entrañas, penetrando con una firmeza increíble para una lengua gelatinosa y escurridiza, que tan pronto se encontraba en mi vagina cómo en mi culo... pero entonces, tal vez no en la primera sacudida, no en ese anuncio de orgasmo, cuando todo tu cuerpo es sensible y tembloroso, cuando a la piel electrizada le basta un simple roce... entonces sus gafas se clavaban en alguno de esos puntos que él llamaba “místicos”

- ¡ Manolito hijo! ¡Quítate las gafas!
- Es que entonces no veo bien.
- Manolito... si te lo debes conocer de memoria.
- Ya pero es que entonces me pierdo detalle... y no lo disfruto igual – y me miraba desde ese ángulo imposible, plegado a mis pies, su carita rechoncha con las gafas descompuestas y empañadas... y me entraba un no sé qué por el cuerpo.

Y claro... cuando una cosa se corta... tal cual la mayonesa, es muy difícil volverla a poner al punto.

Y Manolito nunca quiso desprenderse de sus gafas – Faltaría más – me decía siempre – iba yo a perderme detalle de tus maravillas y de la eclosión maravillosa de tus orgasmos. Y eso que yo insistí en explicarle, una y cien veces, con paciencia y hasta la saciedad que, con aquellas dichosas gafas clavándose en mis partes, era talmente imposible que llegase a tener un orgasmo.

viernes, 4 de abril de 2008

OTOÑO TARDIO


Aún algunas veces te echo de menos
en ese hueco entre la distancia y el olvido
durante esas horas de vigilia en la aurora
aún a veces todavía me asalta tu falta.

Espuma de mar y un barco sin amarras
olas violentas que sacuden mi alma
perdido y aturdido al borde de mi cama
y en la boca el sabor salado de las lagrimas.

Mi mirada vaga más allá del horizonte
y no te encuentra escondida tras la luna
no brilla tu mirada de gata incandescente
ya no danzas desnuda en las estrellas.

En ese primer dulce rubor de la mañana
encontraba tu blanco pecho de muchacha
entre mis labios hambrientos tú estallabas
y en el hueco de tu ombligo me abandonaba.

El mar empuja sin piedad mi navío
me arrastra hacía un nuevo destino
tal vez me encuentres en ese otoño tardío
si la ventura se alía en mi camino.

Marinero sin puerto y sin rumbo
las grietas de mis manos lloran
ese hueco sagrado de tu carne
aún a veces te echan de menos.

jueves, 3 de abril de 2008

NIÑO MALO


- Creo que hoy te mereces un castigo. Quiero que te desnudes ahora mismo y te coloques este capirote en la punta. No quiero oír ni una sola protesta, sólo quiero ver como eres capaz de mantenerlo erguido para mí.

Obedece sin rechistar y antes de estar completamente desnudo su pene ya esta duro y erecto para mí, sólo tengo que aproximarme unos pasos para deslizar el sombrero sobre su punta. Pesa un poco y los bordes aristados del papel molestan, pero contiene la protesta en sus labios.

Rodeo un par de veces su cuerpo, como si fuese un objeto que estudio detenidamente. Al acecho de su debilidad, de cualquier indicio de flaqueza. Un mordisco en ese culo prieto, unas uñas que resbalan por la espalda. Mi mano se hunde entre sus nalgas y aprieta suavemente sus testículos y acerco mi lengua a su nuca. No pestañea, pero su piel erizada y su boca entreabierta delatan la excitación contenida.


- No te muevas.



Ronroneo firme en sus oídos. Requiebros sobre su cuerpo para dibujar cada costado de su piel con mis manos. El contorno suave del final de su espalda, la tenue línea que asciende por su vientre y que dibujo con mis dedos, el pezón que retengo entre mis manos y muerdo.

Me separo lentamente, camino de espaldas sin apartar mi mirada de la suya, esa que no me enfrenta, a la que no voy a concederle ni un asomo de duda. Alcanzo la mesa.

- Estoy convencida de que no vas a portarte mal. No necesito la fusta.

Un imperceptible movimiento del capirote y sonrío complacida.

- ¿Crees que has ganado algún premio?

Niega.

- La distancia de mi cuerpo será tu castigo… puede que, si te has portado bien, me masturbe para ti y te deje mirar.

Imaginar mi carne húmeda le produce vértigo, la excitación contenida produce un leve temblor entre sus muslos y puedo imaginar su miembro perlado de deseo. Pero todavía no. Tiene una lección que aprender.

- Has sido un niño muy malo y tienes una lección que aprender, jugaré con tu deseo como me plazca y mi cuerpo se convertirá en un trofeo que tan sólo te entregaré cuando tenga la certeza de que confías, ciegamente, en todo lo que yo te pido. ¿Lo has entendido?
- Sí
- Mírame.

Y levanta despacio su cabeza, con la lujuria dibujada en sus ojos.

- Mientras me miras, puedes hacer cualquier cosa… menos tocarme. Lo que hagas con tu cuerpo no me interesa, ni tan siquiera te prestaré atención. Si fueses un perro, estarías moviendo el rabo por el premio concedido.

Me senté en la mesa, las piernas abiertas y la falda remangada sobre mis nalgas sin ropa interior, desabroche algunos botones de la blusa y arqueé mi espalda, sin importarme si estaba ahí, consciente de su pudor y su vergüenza, pero sobre todo de su deseo a punto de reventar.

Contempla mi placer, las sacudidas de mi culo sobre la mesa, las contracciones de mi clítoris resbalando entre mis dedos húmedos.

Sólo puede mirar, no puede saborearlo, ni olerlo, ni paladear ese efluvio incontenido que se desliza entre mis piernas. Al límite de la suplica, desnudo, contemplándome abierta húmeda y muriendo por hundirse en mi cuerpo.

Aprisiona su miembro henchido y duro, haciendo saltar el sombrero y resbala nervioso, acelerado sobre la carne palpitante. Su vista clavada en mi sexo mientras el ritmo pierde el control.

Se detiene porque sabe que no es eso lo que deseo, porque conoce mis caprichos.

Un pequeño paso al frente.

- Ah, ah… ni te acerques – le indico estirando mi pie desnudo mientras chupo uno a uno mis dedos mojados.

Le mantengo ahí, de pie, desnudo, henchido y palpitante sólo para mí. Deslizo los dedos despacio por el vértice que se abre entre mis senos y hago saltar los botones, lentamente, hasta dejar al descubierto la redondez llena de mis pechos y mis pezones oscuros erguidos, victoriosos sobre su deseo. Los aprisiono, masajeándolos, frotando el pezón cada vez más duro y enhiesto.

- Si te estas quieto y no me estorbas, puede que me apetezca ponerme de espaldas a ti y descubrirte la redondez que se esconde entre mis nalgas, tal vez alcances a ver como mis dedos se derriten intentando colarse en la estrecha abertura, rodeándola con masajes suaves, para volver a perderse entre los pliegues carnosos de mis labios, rozar un instante mi clítoris y llevarse toda esa humedad de nuevo a ese punto rosado dispuesto a abrirse de par en par. Como los movimientos de mi pelvis incitan mi propio deseo y un orgasmo brutal se arranca entre mis muslos. Pero sólo si eres muy bueno.


Ahora, en ese precioso instante, él daría un mundo por hundir mi cabeza entre mis muslos y devorarme. Por clavar su lengua y perderse entre mis piernas, frotar mi húmedo sexo y rozar la locura. Pero mi dominio le mantiene inmóvil, en el peligroso abismo de la cordura.



Me acerco a él. Ni siquiera voy a permitir que me roce. En un gesto de fingido desliz mis pechos rozan su espalda. Me deleito comprobando el escalofrío que asciende por su columna vertebral. Me coloco ante él y le doy la espalda, próxima. Podría aventurarse y romper los escasos centímetros que nos separan para hundirse en mí. Espero confiada.

Tiró de él, agarro con mano firme el duro balano y nos acercamos a la mesa. Con un movimiento, la presión suficiente, se detiene. Vuelvo a sentarme y le empujo con el pie hasta adquirir la distancia que me complace, paseándome por su entrepierna más tiempo del necesario.

- No me preocupa lo que hagas con tus manos mientras las mantengas alejadas de mi cuerpo. Pero tu vista no debe mirar otra cosa que no sea yo. Tus ojos no pueden permanecer anclado a ningún otro lugar que a mi cuerpo y beberse todos sus movimientos. Aún cuando yo este de espaldas, sin mirarte y mi culo sea la única visión que alcances a contemplar.

Si has sido un niño bueno y has derramado por mí suficiente cantidad, cuando termine, me levantaré y relameré despacito las gotas que aún resbalen por tu pene, glotona y aviesa, continuaré con tus dedos y pasearé mi lengua entre ellos.

Puede que, incluso, si has sido capaz de mantener tus manos alejadas de mí, te obligue a sentarte en una silla y coloque mi sexo a la altura de tu boca para que limpies muy despacio y con esmero todos los rincones, bebiéndote toda la humedad que se licua entre mis piernas.



Y su orgasmo estalló por combustión espontánea, escapándose sin remedio de una mano que no alcanzo a contenerlo, ante la voz complacida que castigaba su deseo.